Por Rabino Eliahu Birnbaum
Las dos facetas de la vida humana
Esta parashá comienza con un resumen de reglas inherentes a la construcción del Mishkán, el santuario hebreo en el desierto. Y sorprende que la primera mitzvá que se nos menciona sea nada menos que la del cuidado del Shabát, la prohibición de trabajo en el día semanal de contención. El Mishkán tenía la finalidad de constituir un centro espiritual; debía ser el espacio sagrado que acompañaría a Israel a donde el pueblo estuviese. El Shabát, por su parte, es el lapso de tiempo destinado semanalmente a lo sagrado.
La Torá instituye varias excepciones a las prohibiciones sabáticas; el Shabát puede ser profanado, en cualquier caso, para salvar una vida humana; y sus reglas quedan postergadas, por ejemplo, ante la sacralidad superior de Iom Kipúr. Podía ser lógico creer que, para acelerar la construcción del santuario, estaría permitida también la profanación del Shabát. Sobre todo, en consideración de que Shabát y Mishkán comparten una idéntica misión: elevar al hombre hacia Dios. De hecho, el Mishkán habría de recibir, cada Shabát, sacrificios y ofrendas para Dios.
La Torá enseña que el Mishkán no debe ser construído en Shabát; que una Mitzvá no anula a la otra… que una misión sagrada no justifica medios profanos. En definitiva, se nos enseña en esta parashá que el fin no justifica por sí mismo a los medios, y que lo bueno puede transformarse en malo cuando los medios para conseguirlo no son justos, honestos y coherentes con todo el cuerpo moral y normativo al que la vida se debe sujetar.
Para financiar el Mishkán, el santuario que acompañó al pueblo de Israel en su expedición por el desierto, fueron utilizados dos medios diferentes y complementarios de recaudación. Por un lado, se pidió de todos “terumót”, donaciones, acordes a la voluntad, posibilidades, motivación personal y circunstancias específicas de cada uno. En segundo término, se exigió por única vez “majatzít hashékel”, media moneda, que cada persona debió aportar obligatoriamente para la edificación del santuario. Explican nuestros sabios que, de por sí, el monto de las donaciones resultaba holgadamente suficiente para llevar a buen término la obra emprendida. De ello se desprende que la exigencia de la media moneda no se apoyó específicamente en necesidades “para la obra”; antes bien, respondió a la necesidad de que cada individuo contribuyese efectivamente a la misma, y que, por fuera de las donaciones, participasen todos equitativamente.
La necesidad de recaudar de estos dos modos diferentes encuentra una explicación más amplia en el Talmud, cuando expresa que la vida del hombre es equiparable a una moneda, en tanto tiene dos caras que pueden ser muy diferentes entre sí, pero que son recíprocamente imprescindibles: ninguna de ambas puede existir prescindiendo de la otra.
Las caras o facetas de la vida de un hombre se pueden representar observando, por un lado, lo innato, lo que recibió como heredad de su familia, de su educación, del ambiente en que nació y fue criado; y, por otro lado, cuanto logró, para bien y para mal, al tomar decisiones en su vida, al elegir los caminos que recorrer, en ejercicio responsable de su libertad. La “media moneda” es un símbolo de pertenencia, es aquéllo con que ineludiblemente se debe contribuir por el mero hecho de ser quien uno es; la donación voluntaria, por su parte, es la otra cara: el ejercicio de la libertad aplicada a decidir, de acuerdo a criterios y posibilidades propias, igual que ante todo otro dilema de los que plantea la vida permanentemente.
La Torá nos enseña que estas dos facetas de la vida deben estar en armonía, y que tanto a nivel individual como colectivo -también la vida de una comunidad tiene las mismas facetas que las de cada hombre en particular-, es el equilibrio entre ambas lo que permite y fomenta el crecimiento y la continuidad.