Rabino Eliahu Birnbaum
Ha llegado el momento en que Moshé debe despedirse de su pueblo, y elige hacerlo con una poesía. Su canto es intenso y pleno de metáforas, accesible a infinidad de lecturas de acuerdo a cada época y lugar.
“Escuchen los cielos y hablaré, y oirá la tierra los dichos de mi boca”. Moshé está habituado al lenguaje de “los cielos”; a recibir, interpretar y traducir para los hombres los mensajes de Dios. A su vez, domina el lenguaje de la tierra, de los hombres, y a través de su discurso los lidera. Esta vez, en su despedida, se dirige a ambos planos a una vez; su poesía invoca la atención de cielos y tierra, de la materia y el espíritu. En su canto final, Moshé deja traslucir el proceso que hace devenir concepto a una idea, para pasar inmediatamente al plano fenomenológico en que aquél deviene realidad. Pide que los cielos le “escuchen”, sabiendo que, de ese modo, la tierra le “oirá”.
La primer lectura de esta dualidad de lenguaje nos lleva a inferir una cualidad imprescindible del liderazgo: el líder debe dominar el camino a cuyo través el lenguaje doble se hace uno; y practicar el arte de armonizar los extremos, logrando que reine la coherencia entre los conceptos y la conducta de sus liderados cuanto de sí mismo. Al mismo tiempo, debe conocer los mecanismos para que su discurso se torne eficaz: si se dirige únicamente a los hombres sin contar con el apoyo de Dios, de poco servirá lo que diga. En cambio, invoca al Eterno, le pide ser escuchado; sabiendo que si su ruego es aceptado, también “la tierra”, también los hombres, le oirán.
En este momento de su vida, Moshé asume una peculiar tragicidad, un sentimiento de frustración que manifiesta en los pronósticos de su despedida. A lo largo de cuarenta años enseñó la Torá al pueblo de Israel; y guió la práctica de sus normas y sus valores. Ahora, los resultados que prevé para su obra son decepcionantes: “Y ordenó Moshé a los levitas: Tomad este Libro de la Ley y ponedlo en el Arca del Pacto del Eterno, vuestro Dios, para que esté allí como testimonio para tí; por cuanto conozco tu rebeldía y tu dura cerviz”. Y continúa: “Si estando yo vivo con vosotros, habéis sido rebeldes para con el Eterno, cuánto más lo seréis luego de mi muerte. Por cuanto sé que después de mi muerte os corromperéis, y os apartaréis del camino que os fijé (…)”.
Moshé no siente siquiera la satisfacción del deber cumplido, pues carece de certeza acerca de la perdurabilidad de su obra. Sabe que su pueblo se apartará de la Torá, y hace un pedido radical: el Séfer, el Libro de la Ley, ha de ser guardado, como testimonio al menos, como memoria, como fundamento sobre el que se apoyen las generaciones que vendrán.
Como líder experimentado que es, Moshé logra establecer planos de exigencia mínima cuanto de máxima deseabilidad. Es deseable -más aún: debería ser así- que el pueblo siga la tradición y las normas aprendidas, que ejerza el análisis y la traducción de la Torá a cada una de sus realidades; pero es imprescindible que, al menos, conserve las bases necesarias para recuperar el justo sendero, cuando se haya desviado de él.
El dilema que, de este modo, soluciona Moshé, es inherente a toda forma de poder, y no debe ser subestimado. El arte del liderazgo exige reconocer cuándo es oportuna la severidad, y cuándo se necesita tolerancia. Frecuentemente sucede que la severidad, aún correctamente fundamentada, nos aleja de los objetivos que buscamos. En otras ocasiones, la tolerancia inoportuna deviene negligencia y produce daños de muy difícil reparación.
Tal es así que, como demuestran nuestros sabios, la Ley Oral, el análisis y la tradición que acompañan a la Torá, hubieron de ser escritos y documentados en el Talmud, en oposición a su propia definición inicial; ante el riesgo de que el pueblo de Israel algún día les olvidase o desechase y, por la vía de los hechos, dejase de contar con ellos.