La responsabilidad de los padres hacia sus hijos – Parashat Ki Tetzé

Rabino Eliahu Birnbaum

Esta parashá es, seguramente una de las más extrañas de la Torá. Su tema central es la desviación moral de un hijo de buena familia, un niño que no tuvo presumiblemente una infancia difícil, que no sufrió grandes crisis familiares, y que tampoco adoleció de carencias importantes en su educación.

“Si alguien tiene un hijo desobediente y rebelde, que no hace caso de lo que dicen sus padres, y que ni siquiera cuando lo castigan les obedece, sus padres deberán llevarlo ante el Tribunal de los Ancianos de la ciudad…” y, de ser comprobadas todas sus transgresiones, habrá de ser apedreado -según establece la Ley- hasta morir.

Si la Torá estipulara ésto como sentencia inapelable, no habría posibilidad de opción o elección. La Torá, en cambio, establece por sí misma la potestad de los sabios de Israel de interpretarla, de acotar sus propias facultades para aplicar la Ley, y de traducirla a cada circunstancia.

La Torá no especifica qué es “que no escucha a sus padres”; en qué punto rompe el hijo las barreras que no debe transgredir.Ý¿Acaso se habla de quien pega a sus padres, roba, come y bebe desmesuradamente? ¿Se emborracha, se droga? ¿Se refiere a quien se encuentra totalmente fuera de control? Obviamente, no se trata de alguien que tiene meramente un problema de conducta.

Nuestros sabios entienden que este caso que expone la Torá, en que el hijo ha de ser sentenciado por el Tribunal a muerte por lapidación, tiene por único objetivo el ser analizado y utilizado como ejemplo; y nunca el ser aplicado en la realidad. Los sabios parten de estipular que, aún posible, es tan remota la posibilidad de que el hijo de que se habla sea el único responsable de su situación moral y personal, que no está en manos humanas dilucidarlo.

La situación de una persona en un momento dado, tiene sus raíces en una multiplicidad inabarcable de factores, sus propias opciones, la interacción con la sociedad y el contexto familiar en que se desarrolló y creció, entre tantas otras determinantes. ¿A qué excepción a este principio se refiere la Torá, cuando habla del hijo rebelde, condenable a muerte por un Tribunal?

Dada la responsabilidad que implica para un Tribunal la condena a muerte, los sabios del Talmud elaboraron una lista de circunstancias ante las cuales un Tribunal retrocede y se declara humanamente incapaz de sentenciar. No se puede, de acuerdo a nuestros sabios, considerar completamente culpable a un “hijo desobediente y rebelde”, si no es criado por su padre y su madre juntos (en caso de divorcio o fallecimiento de uno de ellos), o si uno u ambos son inválidos o “ciegos” o “sordos”, o no han transmitido un mensaje coherente en su educación.

Si uno de sus padres falleció, o si están divorciados y el hijo vive con uno sólo de ellos, es difícil que el hijo reciba una educación armónica y completa. Si uno o ambos padres son minusválidos, no podrán ejercer físicamente de modo efectivo su autoridad. Padres “ciegos” o “sordos” son aquéllos que no escuchan las inquietudes de sus hijos, no ven sus necesidades de amor y cariño, no se percatan de cuándo deben intervenir y, por tanto, no satisfacen sus necesidades. Un gran riesgo en la educación de los hijos es el de la “ceguera” o “sordera” ante las manifestaciones que los padres deben percibir.

Finalmente, sólo si los padres despliegan ante sus hijos un mensaje coherente y convergente, sólo si existe una armonía plena en la vida física y espiritual de la familia, una integralidad de índole utópica, se puede culpar al hijo. De no ser así, éste no puede ser enteramente responsabilizado por su condición.

A partir de estos puntos, los sabios concluyen que el caso trágicamente extremo del hijo rebelde condenable a muerte tal como está previsto en la Torá, es inaplicable en la realidad; desde que en cada uno de nosotros existe algo de ceguera, de falta de atención hacia las manifestaciones de nuestros hijos y hacia la realidad que los rodea. La armonía completa es imposible: inevitablemente habrá factores externos que influirán sobre la educación y el desarrollo del niño.

El pacto de cada uno de nosotros – Parashat Nitzavim

Rabino Eliahu Birnbaum

Toda cultura concibe distintas formas de relacionamiento y compromiso entre personas e instituciones. Nos vinculamos entre las personas y con las instituciones, por escrito u oralmente, ya sea a través de la emoción, del intelecto, o de la ley.

En esta parashá, la Torá pone ante nosotros una formulación distinta de compromiso: el Pacto.

“Todos vosotros estáis hoy presentes ante el Eterno, vuestro Dios: vuestros jefes, vuestros ancianos y vuestros oficiales de justicia, con todos los hombres de Israel; vuestros pequeños, vuestras mujeres y los extranjeros que moran en vuestro campamento, desde el talador de árboles hasta el aguatero; para ingresar en el Pacto con el Eterno tu Dios y en el juramento en que se compromete el Eterno contigo hoy. Con ello te consagra hoy como pueblo Suyo, siendo El tu Dios, como lo había jurado a tí, a tus padres y a Abrahám, Itzják y Iaakóv. Pero no solamente con vosotros celebro este Pacto, sino también con los que no están presentes hoy aquí”.

El Pacto que formula la Torá estipula la necesidad de dos partes, claramente diferenciadas y obligatoriamente presentes, aceptando el pacto de modo explícito. De un lado está Dios; del otro, el pueblo de Israel, compuesto de personas a las que, en el momento del Pacto, se refiere Dios en singular, cual si de un único individuo se tratara.

El pacto se realiza siempre entre dos partes, que mantienen su independencia pero que no obligatoriamente son recíprocamente iguales o equivalentes. El concepto de pacto es aplicable a Dios con el hombre, a un hombre con una mujer, a dos hombres o instituciones de costumbres o ideologías diferentes: dos hombres o entidades “iguales” no necesitan de un pacto. Es ocioso pactar con uno mismo.

A diferencia de contratos, convenios, normas y leyes -todos éstos formulaciones humanas de relación a término- , el Pacto está fundamentado en el concepto de fidelidad por encima de los beneficios. Un pacto necesita y establece un objetivo y un compromiso común, hacia el que los aliados se dirigen, y al que supeditan los elementos que los hacen diferentes entre sí.

El mundo en que vivimos ha contribuido a debilitar en el pueblo judío, el concepto y la consecutividad del pacto. Las relaciones interpersonales e interinstitucionales se basan en normas y contratos, que varían de acuerdo a cada coyuntura.

De hecho, gran parte de la crisis del judaísmo en el mundo postmoderno es la prescindencia, la ausencia del pacto en la vida cotidiana de los judíos, el debilitamiento de su conexión con el judaísmo, con el pueblo judío, con la memoria colectiva, con la diáspora y con el Estado de Israel.

Probablemente, de igual modo, gran parte de la solución posible a la crisis general que enfrentamos, radica en la renovación individual, de cada uno, del pacto heredado; como medio para lograr nuevamente una identidad colectiva fuerte y sana, que torne vigente a nivel de todos nosotros el pacto que, subyacentemente en cada momento de nuestras vidas, nos ha protegido y nos protege, cuanto nos ha comprometido y compromete.

Con la anuencia de los cielos, la tierra oirá – Comentario a la parashá de Haazinu

Rabino Eliahu Birnbaum

 

Ha llegado el momento en que Moshé debe despedirse de su pueblo, y elige hacerlo con una poesía. Su canto es intenso y pleno de metáforas, accesible a infinidad de lecturas de acuerdo a cada época y lugar.

“Escuchen los cielos y hablaré, y oirá la tierra los dichos de mi boca”. Moshé está habituado al lenguaje de “los cielos”; a recibir, interpretar y traducir para los hombres los mensajes de Dios. A su vez, domina el lenguaje de la tierra, de los hombres, y a través de su discurso los lidera. Esta vez, en su despedida, se dirige a ambos planos a una vez; su poesía invoca la atención de cielos y tierra, de la materia y el espíritu. En su canto final, Moshé deja traslucir el proceso que hace devenir concepto a una idea, para pasar inmediatamente al plano fenomenológico en que aquél deviene realidad. Pide que los cielos le “escuchen”, sabiendo que, de ese modo, la tierra le “oirá”.

La primer lectura de esta dualidad de lenguaje nos lleva a inferir una cualidad imprescindible del liderazgo: el líder debe dominar el camino a cuyo través el lenguaje doble se hace uno; y practicar el arte de armonizar los extremos, logrando que reine la coherencia entre los conceptos y la conducta de sus liderados cuanto de sí mismo. Al mismo tiempo, debe conocer los mecanismos para que su discurso se torne eficaz: si se dirige únicamente a los hombres sin contar con el apoyo de Dios, de poco servirá lo que diga. En cambio, invoca al Eterno, le pide ser escuchado; sabiendo que si su ruego es aceptado, también “la tierra”, también los hombres, le oirán.

En este momento de su vida, Moshé asume una peculiar tragicidad, un sentimiento de frustración que manifiesta en los pronósticos de su despedida. A lo largo de cuarenta años enseñó la Torá al pueblo de Israel; y guió la práctica de sus normas y sus valores. Ahora, los resultados que prevé para su obra son decepcionantes: “Y ordenó Moshé a los levitas: Tomad este Libro de la Ley y ponedlo en el Arca del Pacto del Eterno, vuestro Dios, para que esté allí como testimonio para tí; por cuanto conozco tu rebeldía y tu dura cerviz”. Y continúa: “Si estando yo vivo con vosotros, habéis sido rebeldes para con el Eterno, cuánto más lo seréis luego de mi muerte. Por cuanto sé que después de mi muerte os corromperéis, y os apartaréis del camino que os fijé (…)”.

Moshé no siente siquiera la satisfacción del deber cumplido, pues carece de certeza acerca de la perdurabilidad de su obra. Sabe que su pueblo se apartará de la Torá, y hace un pedido radical: el Séfer, el Libro de la Ley, ha de ser guardado, como testimonio al menos, como memoria, como fundamento sobre el que se apoyen las generaciones que vendrán.

Como líder experimentado que es, Moshé logra establecer planos de exigencia mínima cuanto de máxima deseabilidad. Es deseable -más aún: debería ser así- que el pueblo siga la tradición y las normas aprendidas, que ejerza el análisis y la traducción de la Torá a cada una de sus realidades; pero es imprescindible que, al menos, conserve las bases necesarias para recuperar el justo sendero, cuando se haya desviado de él.

El dilema que, de este modo, soluciona Moshé, es inherente a toda forma de poder, y no debe ser subestimado. El arte del liderazgo exige reconocer cuándo es oportuna la severidad, y cuándo se necesita tolerancia. Frecuentemente sucede que la severidad, aún correctamente fundamentada, nos aleja de los objetivos que buscamos. En otras ocasiones, la tolerancia inoportuna deviene negligencia y produce daños de muy difícil reparación.

Tal es así que, como demuestran nuestros sabios, la Ley Oral, el análisis y la tradición que acompañan a la Torá, hubieron de ser escritos y documentados en el Talmud, en oposición a su propia definición inicial; ante el riesgo de que el pueblo de Israel algún día les olvidase o desechase y, por la vía de los hechos, dejase de contar con ellos.

El hombre que se trasciende a sí mismo – Parashat Vayerá

Por Rabino Eliahu Birnbaum

Abrahám se perfila, a esta altura de su biografía, como un librepensador que puede -honestamente- no aceptar la concepción de vida mayoritaria de su época; un hombre valiente, inconformista, que no se rinde ante los conceptos clásicos y no teme enfrentarse al mundo cultural y social. Abrahám es, a su vez, un guerrero y hombre que se desvela por su familia, por su prójimo y por toda la sociedad. Es un hombre excepcional que pregunta y cuestiona porque quiere entender.

Nos encontramos, en primer término, con el episodio en que aparecen tres desconocidos atravesando la tierra de Abrahám, y éste les ruega que acepten su hospitalidad. No les vende un servicio, sino que para él es antinatural no brindar comida y reposo a quien pasa cerca de su morada. La necesidad de justicia y la vocación de servir a los demás se hacen presentes en todos los momentos cruciales de su vida. En esta parashá, Dios está decidido a acabar con las ciudades de Sdóm y Amorá, y Abrahám le increpa: Ý¿Acaso el Gran Juez no hará justicia?, y le desafía a responder por los cincuenta justos que quizá haya en la ciudad. Pero luego comienza a bajar la cuota: Abrahám se inquieta ante la posibilidad de injusticia para con un sólo ser humano.

Finalmente, Dios le acepta perdonar a la ciudad si hay en ella siquiera diez personas justas.

Con todo, y mal que pese a Abrahám, los designios divinos son inefables. Cuando los ángeles – tales eran los hombres que Abrahám había hospedado- llegan a Sdóm, Lot, sobrino de Abrahám, les ofrece hospitalidad. Todos los habitantes de Sdóm quieren atraparlos para ejercer sobre ellos su perversidad. Ante la impotencia de Lot para resolver la situación, los ángeles le ordenan huir con su esposa y sus dos hijas, y se disponen en nombre del Creador, a arrasar la ciudad y aniquilar a sus habitantes. Otra vez se ve aquí la verticalidad con que obra la mano de Dios a la hora de resolver una crisis. Mientras Sdóm y Amorá son arrasadas en medio de azufre y llamaradas, y Lot huye con su familia con la prevención de que nadie de su familia vuelva la vista atrás, su esposa cede a la tentación y desobedece la orden e inmediatamente queda convertida en una estatua de sal. Los ángeles habían anticipado a Abrahám y Sará que, al cabo de poco tiempo, tendrían un hijo. Sará, a partir de lo ilógico que ello sería a su avanzada edad, había reído ante la sola idea de que tal cosa ocurriese. Al cabo de algún tiempo, Sará queda efectivamente embarazada y da a luz un hijo, al que Abrahám pone por nombre Itzják. Generando una línea de continuidad para el pacto de palabra y sangre que había sellado con el Creador, Abrahám circuncida a su hijo a los ocho días de nacido. Tiempo más tarde, el Creador pondrá a prueba la devoción de Abrahám una vez más, solicitándole el sacrificio de su hijo; y demostrará su magnanimidad, y su reticencia a admitir muertes en vano, al contentarse con la intención de Abrahám, y no permitirle consumar el sacrificio de su única y entrañable descendencia.

El “Dor Hemshej” del Pueblo Judío – Parashat Jaiei Sará

Por Rabino Eliahu Birnbaum

La Torá, en sus infinitos abordajes y lecturas, no permite que nos encerremos en un sólo personaje o grupo de situaciones prototípico, sino que nos hace transitar por diferentes personalidades de continuo, para ejemplificar en cada situación y proceso una nueva faceta de la cosmogonía hebrea.

Así, de Abrahám y Sará, pasamos a Itzják y Rivká; otra pareja arquetípica de la vida judía. Esta parashá engloba dos procesos fundamentales para la concepción judía de la vida: muerte y unión conyugal, están íntimamente conectados en un único proceso vital.

Sará fallece y su hijo se une en matrimonio. Abrahám busca un lugar especial, separado del resto, para enterrar a su esposa. De aquí en más, la concepción de un espacio sagrado separado, para el descanso eterno será una constante en la cultura de Israel.

Eliezer, siervo de Abrahám, es instruido para buscar una esposa para Itzják; pero no entre la gente de Cnáan, no entre los vecinos, sino en la tierra y en la familia que Abrahám abandonó. Abrahám dejó su familia y su tierra para encontrarse a sí mismo, pero no se confunde: sabe que su revolución está en la tierra que habita, pero no en sus pobladores; la revolución tiene que ver con esta tierra porque a ella fue enviado, y porque su revolución está con él donde él esté. Y sabe que es más probable encontrar la mujer adecuada para su hijo en quien haya nacido en el mismo marco que él y sea extranjera en la tierra que habrá de habitar.

Itzják es, ante todo, un personaje pasivo, introvertido. Es conducido con mano fuerte a lo largo de su vida. En primer término, es llevado por su padre al sacrificio. Luego, determinan por él con quién se habrá de casar. Y es su esposa quien decide por él, ya en la vejez, a qué hijo habrá de conceder cada bendición.

De los tres patriarcas de la Torá, Itzják es el único que nace, vive y muere en la tierra de Israel; es el único monógamo, y el único de quien se dice que “ama” a su mujer. La revolución había sido comenzada por Abrahám, su padre. El papel que Itzják debía cumplir está más relacionado con la perpetuación de los “nuevos” valores y su consumación, que con rebelarse ante nada. Itzják es el “Dor HaHemshéj”, la generación de la continuidad, a falta de la cual toda revolución se torna estéril y fugaz.

Este amor de Itzják es interpretado de varias maneras. Por un lado, Itzják, el único sedentario entre todos, tiene tiempo y predisposición para amar. Ama infinitamente a su madre, y cuando ésta muere, ama a su mujer…”y se consoló Itzják por su madre”. En segundo término, su soledad no es apañada por una vida nómade y de actividad vertiginosa como sucediera a Abrahám, sino que vive una vida apacible: sus sufrimientos y su soledad se manifiestan, entonces, en una infinita necesidad de amor, de amar y ser amado; es el primer personaje “romántico” de la Torá que se enamora a primera vista: Rivká “se cayó del camello” cuando lo vio, y él se enamoró a su vez de ella, “a primera vista”.

Los sufrimientos de Itzják, un hombre que sabiamente cumple con el deber que le ha tocado, y vive en la tierra que había prometido a su padre el Creador, en armonía con todos los valores que había heredado, se ven trocados, en último término, por un amor infinitamente intenso. La ley de compensaciones se muestra inefable: quien tiene la vida más trágica y más vacía de creación, resulta ser, finalmente, quien más intensamente vive la consumación.

El cambio de nombre signa un cambio de destino – Parashat Vaishlaj

Rabino Eliahu Birnbaum

La vida del patriarca Iaakóv está signada por las constantes crisis entre sus sueños y la realidad.

Cuando salió de la tierra de Cnáan, soñó la escalera, que determinó las experiencias que viviría hasta su regreso, cuando soñó el enfrentamiento con el ángel divino.

Desde su propio nacimiento, debe enfrentar siempre todo tipo de conflictos y dificultades; tanto internas como en su relación con el mundo que lo rodea. Se pelea con su hermano antes del parto; más tarde, le compra la primogenitura; participa del engaño en las bendiciones de su padre, defendiendo su derecho a la primogenitura adquirida y se ve obligado a huir hacia Jarán.

Allí, trabaja durante catorce años en la hacienda de Laván, y es engañado por éste, que le entrega a Leáh por esposa en lugar de Rajél; huye finalmente de su suegro; lleno de temor y aprehensiones se encuentra con su hermano Esáv; su hija Dina es violada; sus hijos odian al favorito Ioséf, quien más tarde desaparece; y para terminar, desciende a Egipto en medio de la hambruna, y es allí donde muere.

La vida de Iaakóv es un ejemplo digno de estudio, para dirimir cómo reaccionan los hombres cuando corren riesgo de ser avasallados por dificultades y contratiempos.

En ese marco, es fácil observar tres patrones de conducta habituales. La primera alternativa deriva del optimismo ingenuo y radical característico de Leibniz: “las dificultades no existen, sólo la imaginación del hombre es responsable de crear al mal y a sus consecuencias”.

En segundo término, están quienes reconocen la realidad con su compleja amalgama de elementos positivos y negativos, pero levantan las manos sintiéndose impotentes cuando sobreviene una dificultad en el camino. Cualquiera de estas dos posibilidades, en tanto nacen de una distorsión de la realidad objetiva o subjetiva, son peligrosas para el hombre, y lo dejan pasivo e indefenso frente a la realidad.

La tercera alternativa, única en la que una persona puede resolver eficazmente su relación con la realidad, es enfrentarla con todo su conocimiento y sus fuerzas. Esta es la opción que representa la vida de Iaakóv, quien enfrenta constantemente los desafíos que tiene por delante, sin resignarse jamás a levantar sus brazos en señal de impotencia. El momento crucial de la lucha de Iaakóv se da durante su enfrentamiento nocturno con el ángel. En este relato se pierden los límites entre sueño y realidad, entre el soñar despierto o dormido.

Se nos plantea la situación como un sueño, mas este sueño proyecta luminosamente sus consecuencias en la realidad. Al cambiar, en la culminación del sueño, el nombre de Iaakóv por Israel, cambia también su propio destino particular; y con éste, el de su descendencia toda. El pueblo y el Estado de Israel (tal el nombre que tomó su descendencia, en lugar de Iaakóv o Iehudá), fieles al arquetipo heredado, han demostrado siempre que saben luchar, enfrentarse y defenderse. Pero también hoy día, algunas veces, el pueblo de Israel se queda solo en la nocturna oscuridad, hasta que llega el alba y aparece herido y cojeando por el combate mantenido, pero lleno de nuevas fuerzas para continuar.

Qué es lo que define una Nación – Comentario a la parashá de Shmot

Rabino Eliahu Birnbaum

El libro Bereshít nos hizo conocer una serie de historias individuales, de hombres y mujeres prototípicos cuyas vidas signarían y ejercerían gran influencia sobre su descendencia para siempre. El libro Shemót, que comienza con la parashá del mismo nombre, no refiere a individuos sino que incorpora el concepto de “Am”, de pueblo, de grupo de individuos que comparten una misma identidad.

“Y levantóse un nuevo rey en Egipto. . . y le dijo a su pueblo: He aquí que el pueblo de Israel se engrandece y se torna más fuerte que nosotros. . . Obremos pues astutamente con él, para impedir que siga multiplicándose. . .”. Es aquí donde el término “pueblo”, referido a Israel, aparece por primera vez: en boca del Faraón. Es el extraño quien reconoce la identidad común a todos los descendientes de Iaakóv, su carácter de pueblo, antes que los propios hebreos.

Los descendientes de Israel tenían desde el principio una cantidad de elementos de cohesión que les brindaban una identidad común. Pero es sólo en determinado punto de la evolución, cuando se puede decir que ha nacido un “pueblo”: una entidad colectiva nueva, que agrupa a todos los individuos sin anularlos, siendo ella misma algo distinto que la suma de aquéllos. El pueblo, para funcionar como tal, ha de estar definido tanto desde fuera -ésto es, reconocido como tal por sus pares- como desde dentro, participando cada uno de sus integrantes, concientemente y sin fisuras, de la identidad colectiva.

En el episodio toraico de la asunción de Israel como pueblo, encontramos varias singularidades que continuarán repitiéndose a lo largo de la historia. En primer término, es el Faraón y no los hebreos quien define la existencia del pueblo de Israel, así como quien determina quiénes son sus integrantes. Valga como ejemplo de lo mismo el caso de las leyes de Nüremberg, que determinaron que judío era aquél que tenía, hasta cuatro generaciones hacia atrás, algún antepasado judío. Cada vez que el judío subestimó u olvidó su identidad, nos proporcionó la historia quien nos la recordase.

En segundo término, es interesante observar que, habiendo pasado sólo unos pocos años desde el arribo de los setenta descendientes de Israel a Egipto, considerara el Faraón que los hebreos comenzaban a ser, numéricamente, un peligro para la integridad de la nación egipcia. Otra particularidad que se repite en la historia: los países en que los judíos habitaron en diferentes épocas, y aún hoy, siempre sobrestimaron cuantitativa y cualitativamente a los judíos que se encuentran entre ellos; lo que explica el fundamento del miedo a una conspiración judía, a la sinarquía, a la pretensión de dominación, etc., que antecedió siempre a todas las persecuciones de que nuestro pueblo fue objeto.

“Obremos, pues, astutamente con él . . . “, dice el Faraón. Esta es la mejor fórmula para enfrentar a los enemigos, no menos los internos que los externos. También para intentar romper el ciclo en que la historia retorna sobre sí misma una y otra vez, es menester poseer la astucia suficiente, y asumir por nosotros mismos una identidad firme y cristalina, que no dé lugar a que otros, de modo distorsionado, intenten definirla por nosotros.

¿Por qué es importante la relación entre generaciones? – Comentario a la parashá de Bo

Rabino Eliahu Birnbaum

 

Sobre cada integrante del pueblo de Israel recae este precepto, que revela ser un auténtico desafío: el cordero, animal sagrado para los egipcios, debía ser tomado, cuidado durante tres días en cada casa de los hebreos, y sacrificado ante los ojos de los egipcios. Finalmente, el ritual abarcaba también la obligación de comer toda la carne del cordero, por lo que se tornaba imprescindible la participación de varias familias hebreas en cada sacrificio.

A partir del Korbán Pésaj nace la simbología de la mesa judía como elemento de cohesión religiosa y cultural. La familia judía se sienta a la mesa, y no es menos el alimento que el espíritu recibe en la experiencia de una “seudá”, que el que toca al cuerpo a partir de la comida que ingiere. La mesa judía está llamada a ser un pilar para la armonía entre las generaciones que componen al pueblo, y un episodio fermental que ayuda a la transmisión de los contenidos judaicos, así como a dirimir conflictos entre los individuos.

Cuando el Faraón ha decidido ya otorgar el permiso para que el pueblo de Israel se dirija al desierto a ofrecer el korbán, pregunta finalmente a Moshé y Aharón: ¿”Quiénes son los que irán?”.

“Con nuestros jóvenes y con nuestros ancianos iremos”, responde Moshé; “con nuestros hijos e hijas, con nuestro ganado todo iremos, pues fiesta a Dios es para nosotros”. Un pueblo que desea adquirir realmente condición de libertad, debe encontrarse unido; no puede permitirse ningún bache en la continuidad de las generaciones que lo componen. La continuidad es el símbolo de la unidad del pueblo; todo cuanto concierne a la identidad colectiva del pueblo debe preservarse y transmitirse de generación en generación, para lo cual ni los jóvenes ni los ancianos han de estar ausentes de ninguna experiencia colectiva trascendental.

Así como era imprescindible, ante la planificación del Korbán en el desierto, contar con todos los integrantes de la nación, sigue siendo ineludible hoy para la continuidad de nuestro pueblo, que las generaciones que lo componen mantengan una buena y armónica comunicación. Ningún esfuerzo es ocioso ante la magnitud de la necesidad de que este acercamiento se produzca permanentemente, y resulte fortificado a partir de las obras de cada uno de nosotros.

El sentido trascendental que da la Ley a nuestras vidas – Comentario a la parashá de Mishpatim

”Ahora, éstas son las leyes que les darás. Si compras un esclavo hebreo, seis años trabajará, y al séptimo año quedará libre…”.(Shemót 21:1-2) La esencia legislativa de la Torá se encuentra en esta parashá; no porque contenga el mayor número de mandamientos (con 53, sigue de cerca a los 63 de “Emór” y a los 74 mandamientos que hay en “Ki-Tetzé”), sino porque su propio nombre define su carácter fundamental. “Mishpatím” significa leyes. Dado que la mayoría de la gente considera que el judaísmo es un compendio sistemático de leyes, es razonable decir que la sección de la Torá dedicada a “mishpatím” nos proveerá la definición y significado básicos en nuestra religión.

A partir de la teofanía momentánea en el Sinai, que leímos en la parashá anterior, la Torá viene ahora a enseñarnos que el Dios de la revelación es simultáneamente el Dios que comanda, que ordena; que la unicidad del judaísmo se apoya en esta legislación totalizadora – holística, se diría hoy- que abarca todos los aspectos de la vida, tanto de la persona como de la comunidad. Y desde que el judaísmo se ocupa no menos de los acontecimientos sociales que de los religiosos, lo más remarcable de esta parashá parece ser la compenetración mutua entre lo “civil” y lo “ritual”, el entrelazamiento de los derechos y daños sobre la propiedad con la santidad del shabát y los detalles del kashrút.

Mishpatím comienza con más de sesenta versículos dedicados a la legislación civil; para llevarnos inmediatamente a la prohibición de oprimir al extranjero. Nos prohibe incluso la opresión de la tierra, al ordenarnos darle reposo cada séptimo año; del mismo modo en que nuestros esclavos, empleados y bestias deben descansar -no menos que nosotros mismos- cada siete años. Cada aspecto de la creación merece su espacio específico y, por consiguiente, el Shabát, descanso y celebración semanal, es enfatizado, antes respecto de la globalidad de la nación que respecto del individuo. La parashá concluye hablando de kashrút, inculcando el mensaje de compasión por el mundo animal, cuando prohibe “cocinar al hijo en la leche de su madre”.

Pero el judaísmo es mucho más que un sistema legal, más allá de cuán importante y abarcadora pueda ser la legislación judía. A pesar de que la bimilenaria traducción griega de la Biblia conocida como Septuaginta traduzca el término hebreo “Torá” como “nomos” (ésto es,”norma”), el verdadero significado literal de “Torá” es enseñanza; referencia que connota una amplitud mucho mayor a la de la ley aislada en sí misma. Más aún: la Torá está repleta de historias, anécdotas y poemas cuyo alcance es muy superior al del material propiamente legal. El Talmud -Ley Oral- es una brillante antología de preguntas y respuestas, discursos ontológicos, anécdotas biográficas y parábolas morales. Si no fuera el Judaísmo otra cosa que una religión “de derecho”, sus textos más importantes deberían ser presentados con una estructura similar a la del derecho Romano o el Inglés. El mensaje de esta parashá nos enseña que la ley ciertamente provee un sentido trascendente a nuestras vidas cotidianas; y también demanda de nosotros un compromiso religioso hacia el monoteísmo ético; al tiempo que sostiene una visión perfeccionista de lo humano y lo social.

La gravedad del engaño y la defraudación – Comentario a la parashá Behar Bejukotai

Por Rabino Eliahu Birnbaum

“No engañarás a tu prójimo”, instruye esta parashá; y agrega inmediatamente, certificando la procedencia del mandato: “Yo soy Dios”.

El concepto  toraico de engaño abarca un marco conceptual bastante amplio: el “engaño” es, para la moral hebrea, toda forma, voluntaria o no, alevosa o legalmente justificable, de defraudar a otra persona, aún si no involucra distorsionar la realidad.

Engañar al prójimo involucra, para la Torá, toda oportunidad en que una persona aprovecha la falta de conocimiento o seguridad de otra en determinado tema, para afectarla material, moral o espiritualmente.

El Talmud ejemplifica el tema advirtiendo que, si una persona se condujo por el mal camino durante parte de su vida, y luego retornó sobre sus pasos y comenzó a conducir su vida por el camino del bien, la prohibición de engañar al prójimo le protege, prohibiendo a los demás el mero hecho de recordarle su comportamiento anterior. No se debe mencionar peyorativamente, referido a un converso, nada que esté relacionado con su condición gentil anterior; asimismo está prohibido atribuir las desgracias de quien está enlutado a su comportamiento personal, estimulando la intensidad de su sufrimiento.

Los sabios han construido, alrededor de la Torá, un cerco protector que amplía las restricciones propias de la ley para evitar la proximidad de toda transgresión. En el caso que tratamos en esta parashá, se nos advierte que debemos tener especial cuidado a la hora de aconsejar a alguien: aún sin mala intención, un consejo brindado de modo irresponsable o sin una seguridad correspondiente a la confianza que deposita en él quien lo recibe, si resulta engañoso o conduce inadvertidamente por un camino inconveniente, es una forma “de hecho” del engaño o la defraudación.

Hay una única excepción en que, humana al fin, absuelve la exégesis rabínica determinadas formas de engaño. “El hombre no puede ser como una piedra que permanece inmóvil ante el ataque de otras personas”, explica el Talmud, al justificar que una persona defraudada cometa una acción de igual tenor respecto de quien lo engañó. La venganza, en tanto acción instintiva en que los sentimientos se sublevan frente a la razón, está explícitamente prohibida por la Torá; y el Talmud refrenda firmemente la condena  toraica. Pero no así es considerado el caso en que alguien, intentando redimirse del daño que otro le infligió, responde al mismo con una acción similar, de igual nivel, y no incurriendo en delito de sangre (única excepción a esta salvedad). Sin recomendar la “compensación por la vía de los hechos”, nuestros sabios tienden a comprenderla y justificarla.

La Torá establece que, cuando un judío se encuentra en estado de necesidad y recurre a otro cuya situación es más desahogada, este no debe aprovecharse de él: debe brindarle su apoyo por caridad, y no por interés.

Así como también lo establecen las diferentes legislaciones del mundo, no es transgresión menor, para la Torá, el engaño a un gentil que el engaño a alguien perteneciente a la  heredad de Israel, y cualquiera de ambos casos son para el judaísmo condenables por igual.