A lo largo de todo el libro Devarim se nos enseña cómo crear una sociedad modelo en la tierra de Israel. En esta parashá se habla de la pobreza, en tanto realidad que se debe reconocer y afrontar.
“Nunca faltarán pobres sobre la tierra”: la Torá enuncia ideales y códigos de valores, al tiempo que reconoce y trabaja con precisión la realidad. Por consiguiente, considerando que la pobreza difícilmente desaparecerá totalmente, alguna vez, de nuestra realidad social, nos enseña a convivir con ella, y a ayudar a quienes necesitan de nosotros.
“Si apareciese algún menesteroso entre tus hermanos dentro de tu ciudad, en la tierra que te dio el Eterno tu Dios, no endurecerás tu corazón para con él ni le cerrarás tu mano, y le prestarás de cuanto hubiere necesidad”.
La instrucción es clara: se debe positivamente abrir la mano, y se nos previene no cerrar el corazón. Acción y emoción se integran plenamente para hacer frente a la necesidad del otro: el corazón conmovido que estimula a la mano, para que ésta actúe remediando en cuanto le es posible la situación. A través de tal integración, logra enfrentar el hombre a su propia naturaleza egoísta y, por lo tanto, logra asimismo ser mejor. Y si se menciona en primer término la “apertura de la mano”, es que quizá sea aún así como se logrará efectivamente abrir después el corazón.
Por otra parte, el concepto de ayuda al necesitado no se equipara en hebreo a la “caridad” sino a la “justicia”, concepto activo denominado en hebreo “tzedaká”. Esta justicia se apoya en el reconocimiento a la igualdad potencial de los hombres. Es, por tanto, una obligación equivalente al pago de los impuestos, caso en el que no sentimos que estemos haciendo “caridad”.
En términos de reconocer la igualdad entre los hombres, “caridad” es sustituído por “solidaridad”. La caridad es, frecuentemente, un medio para marginar aún más a una persona. La solidaridad, que parte del corazón, se fundamenta en la identificación con todo hombre, que se manifiesta en el acto concreto de ayudarle. Según el Rambám (Maimónides), el más alto grado de la solidaridad consiste en ayudar a un necesitado a integrarse nuevamente a la vida económica y social, auxiliándole para que consiga trabajo y vivienda, y se encamine a dignificar su vida en la sociedad.
En este precepto se hacen especialmente patentes dos cualidades que la Torá, como cuerpo comparte con cada uno de los preceptos que la integran. En primer término, la Torá se dirige, en singular, a cada individuo del pueblo de Israel. A menudo las personas aplacan la voz de su conciencia atribuyendo a la comunidad la obligación de socorrer a los necesitados; de este modo evaden su cuota personal de responsabilidad. Cada individuo es personalmente responsable por la suerte de su prójimo, nos indica la Torá.
En segundo lugar, los preceptos referidos a las relaciones humanas y éste en particular, son de carácter activo. No se debe esperar a que los necesitados acudan (con la prerrogativa de que muchos otros estén delante nuestro para que su ayuda sea requerida), sino que se debe tomar la iniciativa, abriendo cada uno su mano y su corazón, con clara conciencia de que la “comunidad” no es una entidad abstracta sino el resultado trascendente de una suma de la que ningún término puede faltar (sin que se arriesgue el conjunto por su causa).
La Torá plantea una “revolución social”, apoyando los principios religiosos sobre un criterio realista y humanitario. No es realista esperar la desaparición de la pobreza. La revolución, que no puede ser sino individual, consiste en el compromiso de cada uno para con cada otro de sus iguales que conforman de este modo la sociedad. Tales son ahora en términos occidentales, los pilares del “contrato social” en una búsqueda armónica del bien individual y el bien común.
La revolución social se construye a partir de la suma de conciencias y revoluciones individuales que han de nacer de la sensibilidad humana, presente en todas las formas y niveles de la cultura y la educación.