Pobreza, caridad y revolución social – Comentario a la Parashá de Reé

A lo largo de todo el libro Devarim se nos enseña cómo crear una sociedad modelo en la tierra de Israel. En esta parashá se habla de la pobreza, en tanto realidad que se debe reconocer y afrontar.

“Nunca faltarán pobres sobre la tierra”: la Torá enuncia ideales y códigos de valores, al tiempo que reconoce y trabaja con precisión la realidad. Por consiguiente, considerando que la pobreza difícilmente desaparecerá totalmente, alguna vez, de nuestra realidad social, nos enseña a convivir con ella, y a ayudar a quienes necesitan de nosotros.

“Si apareciese algún menesteroso entre tus hermanos dentro de tu ciudad, en la tierra que te dio el Eterno tu Dios, no endurecerás tu corazón para con él ni le cerrarás tu mano, y le prestarás de cuanto hubiere necesidad”.

La instrucción es clara: se debe positivamente abrir la mano, y se nos previene no cerrar el corazón. Acción y emoción se integran plenamente para hacer frente a la necesidad del otro: el corazón conmovido que estimula a la mano, para que ésta actúe remediando en cuanto le es posible la situación. A través de tal integración, logra enfrentar el hombre a su propia naturaleza egoísta y, por lo tanto, logra asimismo ser mejor. Y si se menciona en primer término la “apertura de la mano”, es que quizá sea aún así como se logrará efectivamente abrir después el corazón.

Por otra parte, el concepto de ayuda al necesitado no se equipara en hebreo a la “caridad” sino a la “justicia”, concepto activo denominado en hebreo “tzedaká”. Esta justicia se apoya en el reconocimiento a la igualdad potencial de los hombres. Es, por tanto, una obligación equivalente al pago de los impuestos, caso en el que no sentimos que estemos haciendo “caridad”.

En términos de reconocer la igualdad entre los hombres, “caridad” es sustituído por “solidaridad”. La caridad es, frecuentemente, un medio para marginar aún más a una persona. La solidaridad, que parte del corazón, se fundamenta en la identificación con todo hombre, que se manifiesta en el acto concreto de ayudarle. Según el Rambám (Maimónides), el más alto grado de la solidaridad consiste en ayudar a un necesitado a integrarse nuevamente a la vida económica y social, auxiliándole para que consiga trabajo y vivienda, y se encamine a dignificar su vida en la sociedad.

En este precepto se hacen especialmente patentes dos cualidades que la Torá, como cuerpo comparte con cada uno de los preceptos que la integran. En primer término, la Torá se dirige, en singular, a cada individuo del pueblo de Israel. A menudo las personas aplacan la voz de su conciencia atribuyendo a la comunidad la obligación de socorrer a los necesitados; de este modo evaden su cuota personal de responsabilidad. Cada individuo es personalmente responsable por la suerte de su prójimo, nos indica la Torá.

En segundo lugar, los preceptos referidos a las relaciones humanas y éste en particular, son de carácter activo. No se debe esperar a que los necesitados acudan (con la prerrogativa de que muchos otros estén delante nuestro para que su ayuda sea requerida), sino que se debe tomar la iniciativa, abriendo cada uno su mano y su corazón, con clara conciencia de que la “comunidad” no es una entidad abstracta sino el resultado trascendente de una suma de la que ningún término puede faltar (sin que se arriesgue el conjunto por su causa).

La Torá plantea una “revolución social”, apoyando los principios religiosos sobre un criterio realista y humanitario. No es realista esperar la desaparición de la pobreza. La revolución, que no puede ser sino individual, consiste en el compromiso de cada uno para con cada otro de sus iguales que conforman de este modo la sociedad. Tales son ahora en términos occidentales, los pilares del “contrato social” en una búsqueda armónica del bien individual y el bien común.

La revolución social se construye a partir de la suma de conciencias y revoluciones individuales que han de nacer de la sensibilidad humana, presente en todas las formas y niveles de la cultura y la educación.

La cabeza en el cielo y los pies aferrados a la tierra – Comentario a la parashá de Vayetzé

Iaakóv huye de la casa de sus padres por temor a la venganza de su hermano Esáv y camina hacia el límite de Cnáan. Al llegar la noche decide pernoctar y continuar su camino por la mañana; apoya su cabeza sobre una piedra, duerme…y sueña.

Este sueño de Iaakóv es uno de los capítulos de mayor vastedad y profundidad simbólica de toda la Torá.

El ingenio y la capacidad de numerosos rabinos ha sido “juzgado” a partir de la cantidad y originalidad de las interpretaciones que realizan acerca de este momento onírico de iluminación. De igual modo, este sueño con sus diversas exégesis configura uno de los pilares de toda la Cabalá, la doctrina iniciática que estudia y practica los misterios de la Torá. ” Y se fue Iaakóv de Beer-Sheva hacia Jarán, e hizo noche en el camino, porque ya se había puesto el sol (…); y soñó con una escalera cuya base estaba en la tierra y cuya cima llegaba a los cielos, y ángeles de Dios subiendo y descendiendo por ella, y he aquí que el Eterno estaba sobre ella (…)”.

Un sueño, y sobre todo un sueño que se recuerda claramente, es un símbolo que clama por ser interpretado. Frecuentemente nos dedicamos en exceso a interpretar los actos y las palabras, los lenguajes exteriores del hombre, y perdemos la sensibilidad imprescindible para poder interpretar los sueños.

El sueño de Iaakóv consta de dos elementos centrales: la escalera, y los ángeles que suben y bajan por ella. La escalera está apoyada sobre la tierra, y en su punto más alto se apoya el Creador. Esta escalera es la conexión y la búsqueda incesante de equilibrio entre lo celestial y lo terreno, el arquetipo y la cosa, lo espiritual y lo material.

La escalera de Iaakóv apoya uno de sus extremos en la tierra y el otro en el cielo. Tal es el fundamento del equilibrio perfecto: una armonía apoyada con igual fuerza en el Mundo Superior cuanto en los inferiores. Para lograr el equilibrio, con los pies bien aferrados en la tierra, se trata de que la cabeza tenga libertad para soñar.

El segundo elemento protagónico del sueño de Iaakóv son los ángeles, el elemento dinámico de la escalera que conecta lo superior con lo inferior. Para llegar al cielo, para lograr la mejor síntesis humana del arquetipo divino, se debe ser dinámico y activo.

Dios está sobre la escalera, sosteniendo su punto superior, y el hombre se encuentra al final de ella: ambos son socios en la empresa de arribar al objetivo planteado.

La escalera de Iaakóv nos enseña que la vida debe ser concebida más vertical que horizontalmente. La vida no es un horizonte plano y llano, sino una inmensa montaña con obstáculos, desafíos y disyuntivas que el hombre tiene por cometido enfrentar y superar.

¿Qué herencia deben dejar los padres a sus hijos? – Comentario a la parashá de Vaiejí

Esta parashá nos enseña a fundir pasado y presente, en una unidad cuya fuerza es el compromiso de una vida proyectada a la eternidad. “Vaiejí” significa, literalmente,”y vivirá”, pero es utilizado por la Torá para significar los años que Iaakóv ya vivió sobre la Tierra. Lo que Iaakóv hizo durante su pasaje por la vida física, es lo que legará a sus descendientes al partir, es lo que vivirá de él cuando él ya no esté más en éste mundo.

Iaakóv fué durante toda su vida una persona solitaria y sufrida. Todos los obstáculos, dilemas y conflictos que se le pusieron por delante, debió enfrentarlos en rigurosa soledad. Ahora, en los momentos cúlmines, intenta transmitir su experiencia a las generaciones que le sucederán, para evitar que su propio sufrimiento sea repetido en la experiencia de ellos. Al despedirse de sus hijos, Iaakóv no hace referencia al pasado, sino que predice y aconseja personalmente a cada uno acerca de lo que vendrá. Es aquí donde Iaakóv hace patente la herencia que legará a sus descendientes; una herencia espiritual que es, en realidad, su vía para no desprenderse totalmente del mundo, para asegurarse una continuidad, una influencia perdurable en la existencia temporal.

La muerte física, el cese de las funciones del cuerpo, es inevitable y aguarda al final del camino a cada uno de los hombres. Pero la más definitiva de las muertes es la cesación de la influencia personal sobre el mundo, la inoperancia del recuerdo; finalmente, el olvido.

Con frecuencia, ambas muertes ocurren más o menos al mismo tiempo. No así en Iaakóv que, justo en el momento previo a su muerte física, construye, en el legado a sus hijos, el pilar en que se apoyará su vida espiritual hasta nuestros días.

“Y llamó Iaakóv a sus hijos y les dijo: Reúnanse y les anunciaré lo que sucederá en los días venideros. Reúnanse y escuchen, hijos de Iaakóv. Escuchen a Israel vuestro padre”. Así convoca Iaakóv a todos y cada uno de sus hijos junto a su lecho, y concede a cada uno de ellos una bendición especial. Estas bendiciones reúnen su profecía acerca del futuro que espera a cada tribu, así como los atributos y la idiosincracia específica de cada una de ellas.

Iaakóv cumple con el máximo requisito para la perdurabilidad de su influencia, en tanto padre como en tanto líder de una comunidad. Tiene la visión necesaria para transmitir un mensaje colectivo, previendo y programando las situaciones que vivirá en conjunto la comunidad. Mas no olvida transmitir un mensaje específico y particular a cada uno de sus hijos, en el que proyectará su profundo conocimiento de la singularidad y las necesidades específicas de cada uno.

La responsabilidad de los padres hacia sus hijos – Parashat Ki Tetzé

Rabino Eliahu Birnbaum

Esta parashá es, seguramente una de las más extrañas de la Torá. Su tema central es la desviación moral de un hijo de buena familia, un niño que no tuvo presumiblemente una infancia difícil, que no sufrió grandes crisis familiares, y que tampoco adoleció de carencias importantes en su educación.

“Si alguien tiene un hijo desobediente y rebelde, que no hace caso de lo que dicen sus padres, y que ni siquiera cuando lo castigan les obedece, sus padres deberán llevarlo ante el Tribunal de los Ancianos de la ciudad…” y, de ser comprobadas todas sus transgresiones, habrá de ser apedreado -según establece la Ley- hasta morir.

Si la Torá estipulara ésto como sentencia inapelable, no habría posibilidad de opción o elección. La Torá, en cambio, establece por sí misma la potestad de los sabios de Israel de interpretarla, de acotar sus propias facultades para aplicar la Ley, y de traducirla a cada circunstancia.

La Torá no especifica qué es “que no escucha a sus padres”; en qué punto rompe el hijo las barreras que no debe transgredir.Ý¿Acaso se habla de quien pega a sus padres, roba, come y bebe desmesuradamente? ¿Se emborracha, se droga? ¿Se refiere a quien se encuentra totalmente fuera de control? Obviamente, no se trata de alguien que tiene meramente un problema de conducta.

Nuestros sabios entienden que este caso que expone la Torá, en que el hijo ha de ser sentenciado por el Tribunal a muerte por lapidación, tiene por único objetivo el ser analizado y utilizado como ejemplo; y nunca el ser aplicado en la realidad. Los sabios parten de estipular que, aún posible, es tan remota la posibilidad de que el hijo de que se habla sea el único responsable de su situación moral y personal, que no está en manos humanas dilucidarlo.

La situación de una persona en un momento dado, tiene sus raíces en una multiplicidad inabarcable de factores, sus propias opciones, la interacción con la sociedad y el contexto familiar en que se desarrolló y creció, entre tantas otras determinantes. ¿A qué excepción a este principio se refiere la Torá, cuando habla del hijo rebelde, condenable a muerte por un Tribunal?

Dada la responsabilidad que implica para un Tribunal la condena a muerte, los sabios del Talmud elaboraron una lista de circunstancias ante las cuales un Tribunal retrocede y se declara humanamente incapaz de sentenciar. No se puede, de acuerdo a nuestros sabios, considerar completamente culpable a un “hijo desobediente y rebelde”, si no es criado por su padre y su madre juntos (en caso de divorcio o fallecimiento de uno de ellos), o si uno u ambos son inválidos o “ciegos” o “sordos”, o no han transmitido un mensaje coherente en su educación.

Si uno de sus padres falleció, o si están divorciados y el hijo vive con uno sólo de ellos, es difícil que el hijo reciba una educación armónica y completa. Si uno o ambos padres son minusválidos, no podrán ejercer físicamente de modo efectivo su autoridad. Padres “ciegos” o “sordos” son aquéllos que no escuchan las inquietudes de sus hijos, no ven sus necesidades de amor y cariño, no se percatan de cuándo deben intervenir y, por tanto, no satisfacen sus necesidades. Un gran riesgo en la educación de los hijos es el de la “ceguera” o “sordera” ante las manifestaciones que los padres deben percibir.

Finalmente, sólo si los padres despliegan ante sus hijos un mensaje coherente y convergente, sólo si existe una armonía plena en la vida física y espiritual de la familia, una integralidad de índole utópica, se puede culpar al hijo. De no ser así, éste no puede ser enteramente responsabilizado por su condición.

A partir de estos puntos, los sabios concluyen que el caso trágicamente extremo del hijo rebelde condenable a muerte tal como está previsto en la Torá, es inaplicable en la realidad; desde que en cada uno de nosotros existe algo de ceguera, de falta de atención hacia las manifestaciones de nuestros hijos y hacia la realidad que los rodea. La armonía completa es imposible: inevitablemente habrá factores externos que influirán sobre la educación y el desarrollo del niño.

El pacto de cada uno de nosotros – Parashat Nitzavim

Rabino Eliahu Birnbaum

Toda cultura concibe distintas formas de relacionamiento y compromiso entre personas e instituciones. Nos vinculamos entre las personas y con las instituciones, por escrito u oralmente, ya sea a través de la emoción, del intelecto, o de la ley.

En esta parashá, la Torá pone ante nosotros una formulación distinta de compromiso: el Pacto.

“Todos vosotros estáis hoy presentes ante el Eterno, vuestro Dios: vuestros jefes, vuestros ancianos y vuestros oficiales de justicia, con todos los hombres de Israel; vuestros pequeños, vuestras mujeres y los extranjeros que moran en vuestro campamento, desde el talador de árboles hasta el aguatero; para ingresar en el Pacto con el Eterno tu Dios y en el juramento en que se compromete el Eterno contigo hoy. Con ello te consagra hoy como pueblo Suyo, siendo El tu Dios, como lo había jurado a tí, a tus padres y a Abrahám, Itzják y Iaakóv. Pero no solamente con vosotros celebro este Pacto, sino también con los que no están presentes hoy aquí”.

El Pacto que formula la Torá estipula la necesidad de dos partes, claramente diferenciadas y obligatoriamente presentes, aceptando el pacto de modo explícito. De un lado está Dios; del otro, el pueblo de Israel, compuesto de personas a las que, en el momento del Pacto, se refiere Dios en singular, cual si de un único individuo se tratara.

El pacto se realiza siempre entre dos partes, que mantienen su independencia pero que no obligatoriamente son recíprocamente iguales o equivalentes. El concepto de pacto es aplicable a Dios con el hombre, a un hombre con una mujer, a dos hombres o instituciones de costumbres o ideologías diferentes: dos hombres o entidades “iguales” no necesitan de un pacto. Es ocioso pactar con uno mismo.

A diferencia de contratos, convenios, normas y leyes -todos éstos formulaciones humanas de relación a término- , el Pacto está fundamentado en el concepto de fidelidad por encima de los beneficios. Un pacto necesita y establece un objetivo y un compromiso común, hacia el que los aliados se dirigen, y al que supeditan los elementos que los hacen diferentes entre sí.

El mundo en que vivimos ha contribuido a debilitar en el pueblo judío, el concepto y la consecutividad del pacto. Las relaciones interpersonales e interinstitucionales se basan en normas y contratos, que varían de acuerdo a cada coyuntura.

De hecho, gran parte de la crisis del judaísmo en el mundo postmoderno es la prescindencia, la ausencia del pacto en la vida cotidiana de los judíos, el debilitamiento de su conexión con el judaísmo, con el pueblo judío, con la memoria colectiva, con la diáspora y con el Estado de Israel.

Probablemente, de igual modo, gran parte de la solución posible a la crisis general que enfrentamos, radica en la renovación individual, de cada uno, del pacto heredado; como medio para lograr nuevamente una identidad colectiva fuerte y sana, que torne vigente a nivel de todos nosotros el pacto que, subyacentemente en cada momento de nuestras vidas, nos ha protegido y nos protege, cuanto nos ha comprometido y compromete.

Con la anuencia de los cielos, la tierra oirá – Comentario a la parashá de Haazinu

Rabino Eliahu Birnbaum

 

Ha llegado el momento en que Moshé debe despedirse de su pueblo, y elige hacerlo con una poesía. Su canto es intenso y pleno de metáforas, accesible a infinidad de lecturas de acuerdo a cada época y lugar.

“Escuchen los cielos y hablaré, y oirá la tierra los dichos de mi boca”. Moshé está habituado al lenguaje de “los cielos”; a recibir, interpretar y traducir para los hombres los mensajes de Dios. A su vez, domina el lenguaje de la tierra, de los hombres, y a través de su discurso los lidera. Esta vez, en su despedida, se dirige a ambos planos a una vez; su poesía invoca la atención de cielos y tierra, de la materia y el espíritu. En su canto final, Moshé deja traslucir el proceso que hace devenir concepto a una idea, para pasar inmediatamente al plano fenomenológico en que aquél deviene realidad. Pide que los cielos le “escuchen”, sabiendo que, de ese modo, la tierra le “oirá”.

La primer lectura de esta dualidad de lenguaje nos lleva a inferir una cualidad imprescindible del liderazgo: el líder debe dominar el camino a cuyo través el lenguaje doble se hace uno; y practicar el arte de armonizar los extremos, logrando que reine la coherencia entre los conceptos y la conducta de sus liderados cuanto de sí mismo. Al mismo tiempo, debe conocer los mecanismos para que su discurso se torne eficaz: si se dirige únicamente a los hombres sin contar con el apoyo de Dios, de poco servirá lo que diga. En cambio, invoca al Eterno, le pide ser escuchado; sabiendo que si su ruego es aceptado, también “la tierra”, también los hombres, le oirán.

En este momento de su vida, Moshé asume una peculiar tragicidad, un sentimiento de frustración que manifiesta en los pronósticos de su despedida. A lo largo de cuarenta años enseñó la Torá al pueblo de Israel; y guió la práctica de sus normas y sus valores. Ahora, los resultados que prevé para su obra son decepcionantes: “Y ordenó Moshé a los levitas: Tomad este Libro de la Ley y ponedlo en el Arca del Pacto del Eterno, vuestro Dios, para que esté allí como testimonio para tí; por cuanto conozco tu rebeldía y tu dura cerviz”. Y continúa: “Si estando yo vivo con vosotros, habéis sido rebeldes para con el Eterno, cuánto más lo seréis luego de mi muerte. Por cuanto sé que después de mi muerte os corromperéis, y os apartaréis del camino que os fijé (…)”.

Moshé no siente siquiera la satisfacción del deber cumplido, pues carece de certeza acerca de la perdurabilidad de su obra. Sabe que su pueblo se apartará de la Torá, y hace un pedido radical: el Séfer, el Libro de la Ley, ha de ser guardado, como testimonio al menos, como memoria, como fundamento sobre el que se apoyen las generaciones que vendrán.

Como líder experimentado que es, Moshé logra establecer planos de exigencia mínima cuanto de máxima deseabilidad. Es deseable -más aún: debería ser así- que el pueblo siga la tradición y las normas aprendidas, que ejerza el análisis y la traducción de la Torá a cada una de sus realidades; pero es imprescindible que, al menos, conserve las bases necesarias para recuperar el justo sendero, cuando se haya desviado de él.

El dilema que, de este modo, soluciona Moshé, es inherente a toda forma de poder, y no debe ser subestimado. El arte del liderazgo exige reconocer cuándo es oportuna la severidad, y cuándo se necesita tolerancia. Frecuentemente sucede que la severidad, aún correctamente fundamentada, nos aleja de los objetivos que buscamos. En otras ocasiones, la tolerancia inoportuna deviene negligencia y produce daños de muy difícil reparación.

Tal es así que, como demuestran nuestros sabios, la Ley Oral, el análisis y la tradición que acompañan a la Torá, hubieron de ser escritos y documentados en el Talmud, en oposición a su propia definición inicial; ante el riesgo de que el pueblo de Israel algún día les olvidase o desechase y, por la vía de los hechos, dejase de contar con ellos.

El hombre que se trasciende a sí mismo – Parashat Vayerá

Por Rabino Eliahu Birnbaum

Abrahám se perfila, a esta altura de su biografía, como un librepensador que puede -honestamente- no aceptar la concepción de vida mayoritaria de su época; un hombre valiente, inconformista, que no se rinde ante los conceptos clásicos y no teme enfrentarse al mundo cultural y social. Abrahám es, a su vez, un guerrero y hombre que se desvela por su familia, por su prójimo y por toda la sociedad. Es un hombre excepcional que pregunta y cuestiona porque quiere entender.

Nos encontramos, en primer término, con el episodio en que aparecen tres desconocidos atravesando la tierra de Abrahám, y éste les ruega que acepten su hospitalidad. No les vende un servicio, sino que para él es antinatural no brindar comida y reposo a quien pasa cerca de su morada. La necesidad de justicia y la vocación de servir a los demás se hacen presentes en todos los momentos cruciales de su vida. En esta parashá, Dios está decidido a acabar con las ciudades de Sdóm y Amorá, y Abrahám le increpa: Ý¿Acaso el Gran Juez no hará justicia?, y le desafía a responder por los cincuenta justos que quizá haya en la ciudad. Pero luego comienza a bajar la cuota: Abrahám se inquieta ante la posibilidad de injusticia para con un sólo ser humano.

Finalmente, Dios le acepta perdonar a la ciudad si hay en ella siquiera diez personas justas.

Con todo, y mal que pese a Abrahám, los designios divinos son inefables. Cuando los ángeles – tales eran los hombres que Abrahám había hospedado- llegan a Sdóm, Lot, sobrino de Abrahám, les ofrece hospitalidad. Todos los habitantes de Sdóm quieren atraparlos para ejercer sobre ellos su perversidad. Ante la impotencia de Lot para resolver la situación, los ángeles le ordenan huir con su esposa y sus dos hijas, y se disponen en nombre del Creador, a arrasar la ciudad y aniquilar a sus habitantes. Otra vez se ve aquí la verticalidad con que obra la mano de Dios a la hora de resolver una crisis. Mientras Sdóm y Amorá son arrasadas en medio de azufre y llamaradas, y Lot huye con su familia con la prevención de que nadie de su familia vuelva la vista atrás, su esposa cede a la tentación y desobedece la orden e inmediatamente queda convertida en una estatua de sal. Los ángeles habían anticipado a Abrahám y Sará que, al cabo de poco tiempo, tendrían un hijo. Sará, a partir de lo ilógico que ello sería a su avanzada edad, había reído ante la sola idea de que tal cosa ocurriese. Al cabo de algún tiempo, Sará queda efectivamente embarazada y da a luz un hijo, al que Abrahám pone por nombre Itzják. Generando una línea de continuidad para el pacto de palabra y sangre que había sellado con el Creador, Abrahám circuncida a su hijo a los ocho días de nacido. Tiempo más tarde, el Creador pondrá a prueba la devoción de Abrahám una vez más, solicitándole el sacrificio de su hijo; y demostrará su magnanimidad, y su reticencia a admitir muertes en vano, al contentarse con la intención de Abrahám, y no permitirle consumar el sacrificio de su única y entrañable descendencia.

El “Dor Hemshej” del Pueblo Judío – Parashat Jaiei Sará

Por Rabino Eliahu Birnbaum

La Torá, en sus infinitos abordajes y lecturas, no permite que nos encerremos en un sólo personaje o grupo de situaciones prototípico, sino que nos hace transitar por diferentes personalidades de continuo, para ejemplificar en cada situación y proceso una nueva faceta de la cosmogonía hebrea.

Así, de Abrahám y Sará, pasamos a Itzják y Rivká; otra pareja arquetípica de la vida judía. Esta parashá engloba dos procesos fundamentales para la concepción judía de la vida: muerte y unión conyugal, están íntimamente conectados en un único proceso vital.

Sará fallece y su hijo se une en matrimonio. Abrahám busca un lugar especial, separado del resto, para enterrar a su esposa. De aquí en más, la concepción de un espacio sagrado separado, para el descanso eterno será una constante en la cultura de Israel.

Eliezer, siervo de Abrahám, es instruido para buscar una esposa para Itzják; pero no entre la gente de Cnáan, no entre los vecinos, sino en la tierra y en la familia que Abrahám abandonó. Abrahám dejó su familia y su tierra para encontrarse a sí mismo, pero no se confunde: sabe que su revolución está en la tierra que habita, pero no en sus pobladores; la revolución tiene que ver con esta tierra porque a ella fue enviado, y porque su revolución está con él donde él esté. Y sabe que es más probable encontrar la mujer adecuada para su hijo en quien haya nacido en el mismo marco que él y sea extranjera en la tierra que habrá de habitar.

Itzják es, ante todo, un personaje pasivo, introvertido. Es conducido con mano fuerte a lo largo de su vida. En primer término, es llevado por su padre al sacrificio. Luego, determinan por él con quién se habrá de casar. Y es su esposa quien decide por él, ya en la vejez, a qué hijo habrá de conceder cada bendición.

De los tres patriarcas de la Torá, Itzják es el único que nace, vive y muere en la tierra de Israel; es el único monógamo, y el único de quien se dice que “ama” a su mujer. La revolución había sido comenzada por Abrahám, su padre. El papel que Itzják debía cumplir está más relacionado con la perpetuación de los “nuevos” valores y su consumación, que con rebelarse ante nada. Itzják es el “Dor HaHemshéj”, la generación de la continuidad, a falta de la cual toda revolución se torna estéril y fugaz.

Este amor de Itzják es interpretado de varias maneras. Por un lado, Itzják, el único sedentario entre todos, tiene tiempo y predisposición para amar. Ama infinitamente a su madre, y cuando ésta muere, ama a su mujer…”y se consoló Itzják por su madre”. En segundo término, su soledad no es apañada por una vida nómade y de actividad vertiginosa como sucediera a Abrahám, sino que vive una vida apacible: sus sufrimientos y su soledad se manifiestan, entonces, en una infinita necesidad de amor, de amar y ser amado; es el primer personaje “romántico” de la Torá que se enamora a primera vista: Rivká “se cayó del camello” cuando lo vio, y él se enamoró a su vez de ella, “a primera vista”.

Los sufrimientos de Itzják, un hombre que sabiamente cumple con el deber que le ha tocado, y vive en la tierra que había prometido a su padre el Creador, en armonía con todos los valores que había heredado, se ven trocados, en último término, por un amor infinitamente intenso. La ley de compensaciones se muestra inefable: quien tiene la vida más trágica y más vacía de creación, resulta ser, finalmente, quien más intensamente vive la consumación.

El cambio de nombre signa un cambio de destino – Parashat Vaishlaj

Rabino Eliahu Birnbaum

La vida del patriarca Iaakóv está signada por las constantes crisis entre sus sueños y la realidad.

Cuando salió de la tierra de Cnáan, soñó la escalera, que determinó las experiencias que viviría hasta su regreso, cuando soñó el enfrentamiento con el ángel divino.

Desde su propio nacimiento, debe enfrentar siempre todo tipo de conflictos y dificultades; tanto internas como en su relación con el mundo que lo rodea. Se pelea con su hermano antes del parto; más tarde, le compra la primogenitura; participa del engaño en las bendiciones de su padre, defendiendo su derecho a la primogenitura adquirida y se ve obligado a huir hacia Jarán.

Allí, trabaja durante catorce años en la hacienda de Laván, y es engañado por éste, que le entrega a Leáh por esposa en lugar de Rajél; huye finalmente de su suegro; lleno de temor y aprehensiones se encuentra con su hermano Esáv; su hija Dina es violada; sus hijos odian al favorito Ioséf, quien más tarde desaparece; y para terminar, desciende a Egipto en medio de la hambruna, y es allí donde muere.

La vida de Iaakóv es un ejemplo digno de estudio, para dirimir cómo reaccionan los hombres cuando corren riesgo de ser avasallados por dificultades y contratiempos.

En ese marco, es fácil observar tres patrones de conducta habituales. La primera alternativa deriva del optimismo ingenuo y radical característico de Leibniz: “las dificultades no existen, sólo la imaginación del hombre es responsable de crear al mal y a sus consecuencias”.

En segundo término, están quienes reconocen la realidad con su compleja amalgama de elementos positivos y negativos, pero levantan las manos sintiéndose impotentes cuando sobreviene una dificultad en el camino. Cualquiera de estas dos posibilidades, en tanto nacen de una distorsión de la realidad objetiva o subjetiva, son peligrosas para el hombre, y lo dejan pasivo e indefenso frente a la realidad.

La tercera alternativa, única en la que una persona puede resolver eficazmente su relación con la realidad, es enfrentarla con todo su conocimiento y sus fuerzas. Esta es la opción que representa la vida de Iaakóv, quien enfrenta constantemente los desafíos que tiene por delante, sin resignarse jamás a levantar sus brazos en señal de impotencia. El momento crucial de la lucha de Iaakóv se da durante su enfrentamiento nocturno con el ángel. En este relato se pierden los límites entre sueño y realidad, entre el soñar despierto o dormido.

Se nos plantea la situación como un sueño, mas este sueño proyecta luminosamente sus consecuencias en la realidad. Al cambiar, en la culminación del sueño, el nombre de Iaakóv por Israel, cambia también su propio destino particular; y con éste, el de su descendencia toda. El pueblo y el Estado de Israel (tal el nombre que tomó su descendencia, en lugar de Iaakóv o Iehudá), fieles al arquetipo heredado, han demostrado siempre que saben luchar, enfrentarse y defenderse. Pero también hoy día, algunas veces, el pueblo de Israel se queda solo en la nocturna oscuridad, hasta que llega el alba y aparece herido y cojeando por el combate mantenido, pero lleno de nuevas fuerzas para continuar.

Qué es lo que define una Nación – Comentario a la parashá de Shmot

Rabino Eliahu Birnbaum

El libro Bereshít nos hizo conocer una serie de historias individuales, de hombres y mujeres prototípicos cuyas vidas signarían y ejercerían gran influencia sobre su descendencia para siempre. El libro Shemót, que comienza con la parashá del mismo nombre, no refiere a individuos sino que incorpora el concepto de “Am”, de pueblo, de grupo de individuos que comparten una misma identidad.

“Y levantóse un nuevo rey en Egipto. . . y le dijo a su pueblo: He aquí que el pueblo de Israel se engrandece y se torna más fuerte que nosotros. . . Obremos pues astutamente con él, para impedir que siga multiplicándose. . .”. Es aquí donde el término “pueblo”, referido a Israel, aparece por primera vez: en boca del Faraón. Es el extraño quien reconoce la identidad común a todos los descendientes de Iaakóv, su carácter de pueblo, antes que los propios hebreos.

Los descendientes de Israel tenían desde el principio una cantidad de elementos de cohesión que les brindaban una identidad común. Pero es sólo en determinado punto de la evolución, cuando se puede decir que ha nacido un “pueblo”: una entidad colectiva nueva, que agrupa a todos los individuos sin anularlos, siendo ella misma algo distinto que la suma de aquéllos. El pueblo, para funcionar como tal, ha de estar definido tanto desde fuera -ésto es, reconocido como tal por sus pares- como desde dentro, participando cada uno de sus integrantes, concientemente y sin fisuras, de la identidad colectiva.

En el episodio toraico de la asunción de Israel como pueblo, encontramos varias singularidades que continuarán repitiéndose a lo largo de la historia. En primer término, es el Faraón y no los hebreos quien define la existencia del pueblo de Israel, así como quien determina quiénes son sus integrantes. Valga como ejemplo de lo mismo el caso de las leyes de Nüremberg, que determinaron que judío era aquél que tenía, hasta cuatro generaciones hacia atrás, algún antepasado judío. Cada vez que el judío subestimó u olvidó su identidad, nos proporcionó la historia quien nos la recordase.

En segundo término, es interesante observar que, habiendo pasado sólo unos pocos años desde el arribo de los setenta descendientes de Israel a Egipto, considerara el Faraón que los hebreos comenzaban a ser, numéricamente, un peligro para la integridad de la nación egipcia. Otra particularidad que se repite en la historia: los países en que los judíos habitaron en diferentes épocas, y aún hoy, siempre sobrestimaron cuantitativa y cualitativamente a los judíos que se encuentran entre ellos; lo que explica el fundamento del miedo a una conspiración judía, a la sinarquía, a la pretensión de dominación, etc., que antecedió siempre a todas las persecuciones de que nuestro pueblo fue objeto.

“Obremos, pues, astutamente con él . . . “, dice el Faraón. Esta es la mejor fórmula para enfrentar a los enemigos, no menos los internos que los externos. También para intentar romper el ciclo en que la historia retorna sobre sí misma una y otra vez, es menester poseer la astucia suficiente, y asumir por nosotros mismos una identidad firme y cristalina, que no dé lugar a que otros, de modo distorsionado, intenten definirla por nosotros.