La crisis que se desata en esta parashá es, básicamente, una crisis de autoridad. En la parashá anterior la desesperanza y la falta de fe habían determinado que la generación del desierto no entraría a la tierra de Israel, sino que vagaría durante cuarenta años por el desierto.
El liderazgo sobre todo el pueblo era ejercido personalmente por Moshé desde antes de la salida de Egipto. El pueblo no había tomado ninguna decisión por sí mismo: había sido forzado a la liberación, se le había impuesto un rol y una forma de vida, y un destino prescindente de su voluntad le había sido determinado.
Probablemente, si se le hubiera consultado previamente, el pueblo de Israel no habría dispuesto la salida de Egipto, y tampoco habría elegido a Moshé como su líder. Más aún: nada habría dispuesto y nada habría elegido. Moshé no era como ellos: no había sido esclavo; había sido criado como un príncipe en el palacio del Faraón. Su educación era correcta y respetuosa, pero autoritaria.
Moshé era desde siempre un personaje solitario. A diferencia de otros líderes posteriores como Iehoshúa o el Rey David, que fueron amados por su pueblo, Moshé era temido, respetado y generalmente obedecido; pero en su soledad y lejanía, carecía del amor de su pueblo. Había sido elegido por Dios para cumplir su rol de líder y profeta, no sólo por fuera de la voluntad de su pueblo, sino contra la suya propia.
En esta parashá la autoridad de Moshé es cuestionada por otro miembro de su propia tribu: Koraj ben Itzhar el Leví se rebela y alega que toda la congregación, todo el pueblo de Israel, está compuesto de santos y en ellos mora Dios, y “¿por qué se van a erigir en líderes sobre la congregación de Dios?”. De este modo, al cuestionar la autoridad de Moshé y Aharón, está cuestionando falazmente el propio instituto del liderazgo, al que a su vez pretende acceder. Desprestigiando la imagen de Moshé ante el pueblo, busca desacreditar los valores de la Torá.
Por otra parte, ya cuando dice que todo el pueblo está compuesto de santos comienza a distorsionar el concepto de santidad. Tal uniformidad es imposible: en el pueblo de Israel había, naturalmente, personas con distintos niveles espirituales, intelectuales y morales. Los argumentos de Koraj exhiben obscenamente una raiz de envidia y ambición de magnitud descomunal.
La Torá patrocina la discusión y la polémica, cuando ésta se realiza con franqueza y autenticidad. Hay casos célebres en el Talmud, como el de Hilel y Shamai, en que una discusión se mantiene por largos años, por generaciones inclusive, basada siempre en el respeto de la opinión contraria y en la argumentación sincera. En el caso de Koraj se observa exactamente lo contrario: argumentos antojadizos puestos al servicio de la necesidad a priori de tener la razón.
Una polémica deviene conflicto cuando una de las partes asume que tiene poder y autoridad sobre la opinión de su prójimo, cuando no está dispuesta a escuchar y dialogar; cuando una ideología se encierra en su posición, y se cierra al intercambio y la razón. Una discusión sincera permite, en cambio, realizar un enriquecedor proceso de tesis, antítesis y síntesis. Es justamente cuando una o ambas partes buscan la prevalescencia de su tesis, por razones que no hacen a la discusión en sí, y en desmedro de cualquier posibilidad de síntesis, que la discusión resulta empobrecedora y está condenada al fracaso.
En el marco de la religión la polémica es estimulada, siempre atendiendo al prójimo y nunca reaccionando con violencia. El judaísmo repudia todas las formas de violencia, y establece que ésta siempre proviene del hombre, no de situaciones que le sean impuestas. Dios expresa al pueblo de Israel: “Hijos queridos, sólo un cosa quiero pedir de ustedes: que se quieran unos a otros y que respete cada uno a su prójimo”. Esto no habla en contra de la polémica sana, pero la supedita a una actitud de respeto por parte de todos quienes participen de ella.