¿Qué es un Templo sino una concesión de Dios a las necesidades del hombre? – Comentario a la parashá de Tetzavé

Rabino Eliahu Birnbaum

No es irrelevante, aún en épocas en que carecemos de Beit Mikdásh, estudiar las precisiones toraicas acerca de la construcción y funcionamiento del santuario. El concepto judío de lo que ha de ser un santuario está irreductiblemente emparentado con la concepción hebrea del hogar: lugar en que se ofrenda lo que se posee, espacio en que se consagra cuanto se es. A pesar de la distancia histórica y, por consiguiente, psicológica, que nos separa del Mishkán y de las regulaciones relativas a ofrendas y sacrificios, es posible y hasta necesario aprender del Mishkán, del santuario que edificaron nuestros ancestros en el desierto, infinidad de enseñanzas y valores que mantienen su vigencia intacta en nuestros días.No menos que el centro de convergencia de las ofrendas rituales, era el Mishkán fundamento de la memoria del pueblo. Un centro espiritual, cuyo propósito y misión consistían en mantener viva la conciencia del pueblo de Israel respecto de sus compromisos y obligaciones adquiridos al pie del Monte Sinai.

El Mishkán es un santuario que el pueblo lleva consigo a donde quiera que vaya. No es Dios quien lo necesita, sino los hombres; porque son ellos quienes lo construyeron como línea directa de comunicación entre lo puramente espiritual y la existencia cotidiana, humana, temporal. De algún modo, el Mishkán es una concesión de Dios a la naturaleza del hombre; es lo que el Redentor concede para que el hombre, con todas sus debilidades a cuestas, cuente con un elemento material que le recuerde sus obligaciones trascendentales.

El Mishkán incluye, a su vez, casi todos los elementos que tornan a un espacio cerrado un hogar. Una mesa, un arca o armario, un lavatorio, un candelabro…; todo, fuera de camas o artefacto alguno sobre el que reposar, es común al mobiliario de una casa y del santuario de Dios. Tal similitud tiende a revelar que toda casa, todo hogar, debe y puede -en la concepción judía- tender a igualarse con un santuario. El “ba’al habait” o dueño de casa debe intentar que su hogar tenga el grado de pureza, espiritualidad, propensión a la justicia, etc., que tenía el Mishkán, y el templo de Jerusalém, y toda edificación que se la pueda equiparar, presente o por venir. Recíprocamente la equiparación física entre el santuario y el hogar busca enseñarnos que el hombre puede y debe sentirse en el Mishkán como si fuera su propio hogar.

La ausencia de camas o elementos sujetos a similar finalidad en el Mishkán, da la impresión de que la visita de cada hombre al Mishkán es algo siempre nuevo, virgen de mácula, virginal y fermental. El dinamismo y el cambio son la única constancia aceptable frente a la expectativa perfeccionista de la permanente renovación espiritual que inspira la Torá. La cama, el sitio en que el hombre duerme, representa lo fijo e inmutable; por su parte, el Mishkán, debe ser el lugar de permanente renovación espiritual para el hombre judío.

En nuestros días, carecemos de Mishkán así como de Mikdash; no poseemos lugar alguno al que atribuir sacralidad para cumplir nuestro compromiso con el Creador. En su lugar, hemos instituido el Beit Knéset, “lugar de la congregación”, pequeño santuario en que depositamos las funciones que otrora concebimos o aceptamos para más importante destino. El Beit Knéset cumple para nosotros, la función de lugar de rezo, de estudio, de reflexión; de lugar en que sin oportunidad para el reposo debe sentirse el hombre como en su propia casa.