Esta parashá concurre a enseñarnos acerca de los fundamentos imprescindibles para construir una identidad colectiva. “Dí a los hijos de Israel que me traigan ofrendas donadas por todo hombre que las diere de corazón”, ordena Dios a Moshé. “Ofrendas de plata, de cobre, de lana teñida … y me harán un santuario…”.
Basta un mínimo de suspicacia para preguntarse: ¿Es que necesita Dios, bajo cualquier punto de vista, que los integrantes del pueblo contribuyan para la construcción del santuario?
Una vez más, como sucede usualmente en la búsqueda de respuestas simplistas, esta pregunta equivoca el sujeto de la cuestión. No es Dios quien necesita colaboraciones ni santuarios, sino el pueblo, cada individuo del pueblo de Israel, son quienes adolecen, realmente de elementos que materialmente signifiquen un compromiso real, de acciones tendientes a reforzar una cohesión que los identifique como grupo consistente.
La colaboración económica de cada individuo ha sido siempre y continúa siendo un medio eficaz para evaluar, y eventualmente consolidar, el nivel de compromiso de las personas para con la identidad colectiva a la que pertenecen. Este es el compromiso que debe ser reafirmado a cada momento, “cada uno en la medida de sus posibilidades”, para que tenga sentido pensar en una comunicación grupal con el Creador, para que sea creíble la alternativa de un diálogo entre un grupo humano unánime con su Redentor. No es suficiente el “Naasé Venishmá”, “Haremos y Oiremos”, pronunciado al pie del Monte Sinai; es menester que se haga perceptible el esfuerzo colectivo a través de patentizar particularmente el sacrificio de cada individuo de la congregación.
Hasta el momento que relata nuestra parashá, el pueblo de Israel ha actuado como sujeto receptor: ha sido liberado del yugo egipcio a través del desierto por medio de milagros; de modo no menos milagroso ha recibido su sustento. Este es el momento en que el receptor de gracias ha de corresponder a la generosidad divina deviniendo transmisor; el sujeto pasivo de los milagros de Dios debe tornarse actor de su propia historia, y realizar para su divinidad un estandarte que sintetice su singularidad ante los pueblos vecinos.
La construcción del santuario no está restringida a un sector especialmente pudiente del pueblo de Israel; por la propia esencia de su significado, y respetando las posibilidades de cada uno, es una misión que cualquier omisión individual es capaz de invalidar. Nadie puede quedar fuera de ella. Se trata de un esfuerzo conjunto, común a todos los beneficiarios de la gracia de Dios, y cuyo valor cuantitativo está sujeto a las posibilidades colectivas e individuales.
Aún hoy, este esquema permanece incambiado. La entrega individual, sin excepciones, sigue siendo condición necesaria para la consistencia de toda identidad colectiva. Y la colaboración económica a un proyecto conjunto, representada hoy en día por la solidaridad con los necesitados de cada comunidad así como con las necesidades de Estado de Israel, no cesa de ser una apuesta colectiva al bienestar de toda la comunidad.