El compromiso del hombre hacia Dios – comentario a la parashá de Trumá

Esta parashá concurre a enseñarnos acerca de los fundamentos imprescindibles para construir una identidad colectiva. “Dí a los hijos de Israel que me traigan ofrendas donadas por todo hombre que las diere de corazón”, ordena Dios a Moshé. “Ofrendas de plata, de cobre, de lana teñida … y me harán un santuario…”.

Basta un mínimo de suspicacia para preguntarse: ¿Es que necesita Dios, bajo cualquier punto de vista, que los integrantes del pueblo contribuyan para la construcción del santuario?

Una vez más, como sucede usualmente en la búsqueda de respuestas simplistas, esta pregunta equivoca el sujeto de la cuestión. No es Dios quien necesita colaboraciones ni santuarios, sino el pueblo, cada individuo del pueblo de Israel, son quienes adolecen, realmente de elementos que materialmente signifiquen un compromiso real, de acciones tendientes a reforzar una cohesión que los identifique como grupo consistente.

La colaboración económica de cada individuo ha sido siempre y continúa siendo un medio eficaz para evaluar, y eventualmente consolidar, el nivel de compromiso de las personas para con la identidad colectiva a la que pertenecen. Este es el compromiso que debe ser reafirmado a cada momento, “cada uno en la medida de sus posibilidades”, para que tenga sentido pensar en una comunicación grupal con el Creador, para que sea creíble la alternativa de un diálogo entre un grupo humano unánime con su Redentor. No es suficiente el “Naasé Venishmá”, “Haremos y Oiremos”, pronunciado al pie del Monte Sinai; es menester que se haga perceptible el esfuerzo colectivo a través de patentizar particularmente el sacrificio de cada individuo de la congregación.

Hasta el momento que relata nuestra parashá, el pueblo de Israel ha actuado como sujeto receptor: ha sido liberado del yugo egipcio a través del desierto por medio de milagros; de modo no menos milagroso ha recibido su sustento. Este es el momento en que el receptor de gracias ha de corresponder a la generosidad divina deviniendo transmisor; el sujeto pasivo de los milagros de Dios debe tornarse actor de su propia historia, y realizar para su divinidad un estandarte que sintetice su singularidad ante los pueblos vecinos.

La construcción del santuario no está restringida a un sector especialmente pudiente del pueblo de Israel; por la propia esencia de su significado, y respetando las posibilidades de cada uno, es una misión que cualquier omisión individual es capaz de invalidar. Nadie puede quedar fuera de ella. Se trata de un esfuerzo conjunto, común a todos los beneficiarios de la gracia de Dios, y cuyo valor cuantitativo está sujeto a las posibilidades colectivas e individuales.

Aún hoy, este esquema permanece incambiado. La entrega individual, sin excepciones, sigue siendo condición necesaria para la consistencia de toda identidad colectiva. Y la colaboración económica a un proyecto conjunto, representada hoy en día por la solidaridad con los necesitados de cada comunidad así como con las necesidades de Estado de Israel, no cesa de ser una apuesta colectiva al bienestar de toda la comunidad.

¿Qué es un Templo sino una concesión de Dios a las necesidades del hombre? – Comentario a la parashá de Tetzavé

Rabino Eliahu Birnbaum

No es irrelevante, aún en épocas en que carecemos de Beit Mikdásh, estudiar las precisiones toraicas acerca de la construcción y funcionamiento del santuario. El concepto judío de lo que ha de ser un santuario está irreductiblemente emparentado con la concepción hebrea del hogar: lugar en que se ofrenda lo que se posee, espacio en que se consagra cuanto se es. A pesar de la distancia histórica y, por consiguiente, psicológica, que nos separa del Mishkán y de las regulaciones relativas a ofrendas y sacrificios, es posible y hasta necesario aprender del Mishkán, del santuario que edificaron nuestros ancestros en el desierto, infinidad de enseñanzas y valores que mantienen su vigencia intacta en nuestros días.No menos que el centro de convergencia de las ofrendas rituales, era el Mishkán fundamento de la memoria del pueblo. Un centro espiritual, cuyo propósito y misión consistían en mantener viva la conciencia del pueblo de Israel respecto de sus compromisos y obligaciones adquiridos al pie del Monte Sinai.

El Mishkán es un santuario que el pueblo lleva consigo a donde quiera que vaya. No es Dios quien lo necesita, sino los hombres; porque son ellos quienes lo construyeron como línea directa de comunicación entre lo puramente espiritual y la existencia cotidiana, humana, temporal. De algún modo, el Mishkán es una concesión de Dios a la naturaleza del hombre; es lo que el Redentor concede para que el hombre, con todas sus debilidades a cuestas, cuente con un elemento material que le recuerde sus obligaciones trascendentales.

El Mishkán incluye, a su vez, casi todos los elementos que tornan a un espacio cerrado un hogar. Una mesa, un arca o armario, un lavatorio, un candelabro…; todo, fuera de camas o artefacto alguno sobre el que reposar, es común al mobiliario de una casa y del santuario de Dios. Tal similitud tiende a revelar que toda casa, todo hogar, debe y puede -en la concepción judía- tender a igualarse con un santuario. El “ba’al habait” o dueño de casa debe intentar que su hogar tenga el grado de pureza, espiritualidad, propensión a la justicia, etc., que tenía el Mishkán, y el templo de Jerusalém, y toda edificación que se la pueda equiparar, presente o por venir. Recíprocamente la equiparación física entre el santuario y el hogar busca enseñarnos que el hombre puede y debe sentirse en el Mishkán como si fuera su propio hogar.

La ausencia de camas o elementos sujetos a similar finalidad en el Mishkán, da la impresión de que la visita de cada hombre al Mishkán es algo siempre nuevo, virgen de mácula, virginal y fermental. El dinamismo y el cambio son la única constancia aceptable frente a la expectativa perfeccionista de la permanente renovación espiritual que inspira la Torá. La cama, el sitio en que el hombre duerme, representa lo fijo e inmutable; por su parte, el Mishkán, debe ser el lugar de permanente renovación espiritual para el hombre judío.

En nuestros días, carecemos de Mishkán así como de Mikdash; no poseemos lugar alguno al que atribuir sacralidad para cumplir nuestro compromiso con el Creador. En su lugar, hemos instituido el Beit Knéset, “lugar de la congregación”, pequeño santuario en que depositamos las funciones que otrora concebimos o aceptamos para más importante destino. El Beit Knéset cumple para nosotros, la función de lugar de rezo, de estudio, de reflexión; de lugar en que sin oportunidad para el reposo debe sentirse el hombre como en su propia casa.

Lo que se dice, expresa lo que se es – Comentario a la parashá de Tazría

En muy pocas ocasiones establece la Torá una relación lineal de causalidad entre acción cometida y castigo recibido. Esta parashá nos relata sobre una epidemia de cierta variedad no clásica de la lepra, conocida en hebreo como”tsara’at”, que ataca a quienes incurren en la calumnia o la injuria (Lashón Hará).

“Tsara’at”, no es una patología física sino espiritual; es la manifestación exterior de desviaciones íntimas del individuo, de índole moral y espiritual. El individuo que calumnia o injuria está afectando y debilitando al conjunto de la sociedad, al esparcir el germen de un mal que lleva en su propio interior.

Su condena es, por consiguiente, una enfermedad física que le obliga a alejarse del campamento, del pueblo, de la sociedad, y permanecer aislado, en soledad. El castigo pretende ser un corrector: al obligársele a estar solo, se espera que el individuo comience a valorar realmente la necesidad de formar armónicamente parte de la sociedad. Y el único a quien se encomienda la curación del enfermo de tsara’at es al cohén, el sacerdote, y no al médico; con lo que se reafirma el concepto de enfermedad espiritual y de raíz no fisiológica.

De esta parashá se desprende que existe una relación profunda entre el alma y el cuerpo de la persona (Néfesh y Guf). Lo que sucede en la mente, en el pensamiento de la persona y en su boca, no son procesos aislados, sino que son parte de un todo que incluye una relación de armonía entre cuerpo y alma, entre lo espiritual y lo material.

La Torá otorga singular importancia a la palabra, base de la comunicación humana. Lo que un hombre dice alberga lo que dicho hombre es. La palabra entanto medio de comunicación, es expresión de lo que uno es. La comunicación en sí es importante, pero logra sólo una relación entre el ser humano y su prójimo; la expresión, es la comunicación con uno mismo, entre la propia persona y la esencia de su individualidad. El ser humano tiene que conocer el contenido y trasfondo de sus propias palabras e identificarse con ellas, antes de usar la palabra como un medio para comunicarse con su prójimo.

El Talmud equipara la maledicencia con el asesinato en otro plano, mucho más sutil que el físico, es posible dañar de modo irreversible a través de la palabra

Hoy, cuando se ha perdido en gran parte la valorización de la palabra, la Torá nos recuerda que es posible con el verbo crear y también matar; y que, por consiguiente, debemos procurar para la palabra el mayor respeto, para preservar la armonía y la responsabilidad en cada sociedad en que vivimos.

Cómo vivir con la cabeza en alto – Comentario a la parashá de Emor

En esta parashá se nos enseña una fórmula que recomienda el judaísmo para mantener viva la esperanza, para que el hombre no se someta a la rutina. Sobre cada persona del pueblo de Israel recae el precepto de contar cuarenta y nueve días la segunda noche de Pésaj y Shavuót, para entonces dirigirse al Templo, y presentar las ofrendas de Bikurím.

La cuenta del Omer, siete semanas que median entre Pésaj y Shavuót, tiene, por una parte, un significado práctico relacionado con la agricultura: la culminación de las siete semanas coincide con el momento de la cosecha, y es por ello que, en Shavuót, las primicias o “Bikurím” son ofrendadas en el Templo. Por otra parte, la cuenta del Omer enlaza y vincula la festividad de Pésaj con la de Shavuót, la salida de Egipto con la entrega de la Torá: “sefirát ha´omer” es, por consiguiente, símbolo del proceso ineludible que media entre la libertad física y la redención espiritual.

Aquí aprendemos que la redención espiritual no puede jamás ser instantánea; y deben mediar cuarenta y nueve días para que llegue a ser obvia su necesidad. Un pueblo no puede vivir sin una identidad cultural, sin una moral, sin leyes, sin preceptos, sin normas, sin una conciencia colectiva; elementos todos que no vienen acompañando la mera liberación física sino que requieren de una mayor elaboración interior.

La redención, simbolizada en nuestro tiempo por la venida del Mashíaj, es permanentemente una meta a alcanzar, un proceso a consumar. Como expresa el Rabino Jarlap, “tiene mayor importancia la actitud esperanzada respecto de la venida del Mashiaj, que el propio hecho de su llegada entre nosotros”. Porque la redención se construye, ante todo, en la intensidad con que la fe fija las conductas en cada uno.

La cuenta del Omer, así como la espera de la redención, son símbolos que orientan a la persona en su vida psíquica y espiritual. El hombre judío debe vivir con su cabeza en alto, con los ojos hacia adelante, con su mirada en el futuro. La obligación religiosa de contar cada día durante un período de siete semanas nos educa en la necesidad de tener esta misma actitud hacia el futuro. La esperanza con que invocamos la llegada del Mashíaj es un elemento que manifiesta nuestra perspectiva hacia el futuro de nuestro Pueblo, y de la humanidad en general.

Cuando los bajos instintos gobiernan a la razón – Comentario a la parashá de Koraj

La crisis que se desata en esta parashá es, básicamente, una crisis de autoridad. En la parashá anterior la desesperanza y la falta de fe habían determinado que la generación del desierto no entraría a la tierra de Israel, sino que vagaría durante cuarenta años por el desierto.

El liderazgo sobre todo el pueblo era ejercido personalmente por Moshé desde antes de la salida de Egipto. El pueblo no había tomado ninguna decisión por sí mismo: había sido forzado a la liberación, se le había impuesto un rol y una forma de vida, y un destino prescindente de su voluntad le había sido determinado.

Probablemente, si se le hubiera consultado previamente, el pueblo de Israel no habría dispuesto la salida de Egipto, y tampoco habría elegido a Moshé como su líder. Más aún: nada habría dispuesto y nada habría elegido. Moshé no era como ellos: no había sido esclavo; había sido criado como un príncipe en el palacio del Faraón. Su educación era correcta y respetuosa, pero autoritaria.

Moshé era desde siempre un personaje solitario. A diferencia de otros líderes posteriores como Iehoshúa o el Rey David, que fueron amados por su pueblo, Moshé era temido, respetado y generalmente obedecido; pero en su soledad y lejanía, carecía del amor de su pueblo. Había sido elegido por Dios para cumplir su rol de líder y profeta, no sólo por fuera de la voluntad de su pueblo, sino contra la suya propia.

En esta parashá la autoridad de Moshé es cuestionada por otro miembro de su propia tribu: Koraj ben Itzhar el Leví se rebela y alega que toda la congregación, todo el pueblo de Israel, está compuesto de santos y en ellos mora Dios, y “¿por qué se van a erigir en líderes sobre la congregación de Dios?”. De este modo, al cuestionar la autoridad de Moshé y Aharón, está cuestionando falazmente el propio instituto del liderazgo, al que a su vez pretende acceder. Desprestigiando la imagen de Moshé ante el pueblo, busca desacreditar los valores de la Torá.

Por otra parte, ya cuando dice que todo el pueblo está compuesto de santos comienza a distorsionar el concepto de santidad. Tal uniformidad es imposible: en el pueblo de Israel había, naturalmente, personas con distintos niveles espirituales, intelectuales y morales. Los argumentos de Koraj exhiben obscenamente una raiz de envidia y ambición de magnitud descomunal.

La Torá patrocina la discusión y la polémica, cuando ésta se realiza con franqueza y autenticidad. Hay casos célebres en el Talmud, como el de Hilel y Shamai, en que una discusión se mantiene por largos años, por generaciones inclusive, basada siempre en el respeto de la opinión contraria y en la argumentación sincera. En el caso de Koraj se observa exactamente lo contrario: argumentos antojadizos puestos al servicio de la necesidad a priori de tener la razón.

Una polémica deviene conflicto cuando una de las partes asume que tiene poder y autoridad sobre la opinión de su prójimo, cuando no está dispuesta a escuchar y dialogar; cuando una ideología se encierra en su posición, y se cierra al intercambio y la razón. Una discusión sincera permite, en cambio, realizar un enriquecedor proceso de tesis, antítesis y síntesis. Es justamente cuando una o ambas partes buscan la prevalescencia de su tesis, por razones que no hacen a la discusión en sí, y en desmedro de cualquier posibilidad de síntesis, que la discusión resulta empobrecedora y está condenada al fracaso.

En el marco de la religión la polémica es estimulada, siempre atendiendo al prójimo y nunca reaccionando con violencia. El judaísmo repudia todas las formas de violencia, y establece que ésta siempre proviene del hombre, no de situaciones que le sean impuestas. Dios expresa al pueblo de Israel: “Hijos queridos, sólo un cosa quiero pedir de ustedes: que se quieran unos a otros y que respete cada uno a su prójimo”. Esto no habla en contra de la polémica sana, pero la supedita a una actitud de respeto por parte de todos quienes participen de ella.

Pobreza, caridad y revolución social – Comentario a la Parashá de Reé

A lo largo de todo el libro Devarim se nos enseña cómo crear una sociedad modelo en la tierra de Israel. En esta parashá se habla de la pobreza, en tanto realidad que se debe reconocer y afrontar.

“Nunca faltarán pobres sobre la tierra”: la Torá enuncia ideales y códigos de valores, al tiempo que reconoce y trabaja con precisión la realidad. Por consiguiente, considerando que la pobreza difícilmente desaparecerá totalmente, alguna vez, de nuestra realidad social, nos enseña a convivir con ella, y a ayudar a quienes necesitan de nosotros.

“Si apareciese algún menesteroso entre tus hermanos dentro de tu ciudad, en la tierra que te dio el Eterno tu Dios, no endurecerás tu corazón para con él ni le cerrarás tu mano, y le prestarás de cuanto hubiere necesidad”.

La instrucción es clara: se debe positivamente abrir la mano, y se nos previene no cerrar el corazón. Acción y emoción se integran plenamente para hacer frente a la necesidad del otro: el corazón conmovido que estimula a la mano, para que ésta actúe remediando en cuanto le es posible la situación. A través de tal integración, logra enfrentar el hombre a su propia naturaleza egoísta y, por lo tanto, logra asimismo ser mejor. Y si se menciona en primer término la “apertura de la mano”, es que quizá sea aún así como se logrará efectivamente abrir después el corazón.

Por otra parte, el concepto de ayuda al necesitado no se equipara en hebreo a la “caridad” sino a la “justicia”, concepto activo denominado en hebreo “tzedaká”. Esta justicia se apoya en el reconocimiento a la igualdad potencial de los hombres. Es, por tanto, una obligación equivalente al pago de los impuestos, caso en el que no sentimos que estemos haciendo “caridad”.

En términos de reconocer la igualdad entre los hombres, “caridad” es sustituído por “solidaridad”. La caridad es, frecuentemente, un medio para marginar aún más a una persona. La solidaridad, que parte del corazón, se fundamenta en la identificación con todo hombre, que se manifiesta en el acto concreto de ayudarle. Según el Rambám (Maimónides), el más alto grado de la solidaridad consiste en ayudar a un necesitado a integrarse nuevamente a la vida económica y social, auxiliándole para que consiga trabajo y vivienda, y se encamine a dignificar su vida en la sociedad.

En este precepto se hacen especialmente patentes dos cualidades que la Torá, como cuerpo comparte con cada uno de los preceptos que la integran. En primer término, la Torá se dirige, en singular, a cada individuo del pueblo de Israel. A menudo las personas aplacan la voz de su conciencia atribuyendo a la comunidad la obligación de socorrer a los necesitados; de este modo evaden su cuota personal de responsabilidad. Cada individuo es personalmente responsable por la suerte de su prójimo, nos indica la Torá.

En segundo lugar, los preceptos referidos a las relaciones humanas y éste en particular, son de carácter activo. No se debe esperar a que los necesitados acudan (con la prerrogativa de que muchos otros estén delante nuestro para que su ayuda sea requerida), sino que se debe tomar la iniciativa, abriendo cada uno su mano y su corazón, con clara conciencia de que la “comunidad” no es una entidad abstracta sino el resultado trascendente de una suma de la que ningún término puede faltar (sin que se arriesgue el conjunto por su causa).

La Torá plantea una “revolución social”, apoyando los principios religiosos sobre un criterio realista y humanitario. No es realista esperar la desaparición de la pobreza. La revolución, que no puede ser sino individual, consiste en el compromiso de cada uno para con cada otro de sus iguales que conforman de este modo la sociedad. Tales son ahora en términos occidentales, los pilares del “contrato social” en una búsqueda armónica del bien individual y el bien común.

La revolución social se construye a partir de la suma de conciencias y revoluciones individuales que han de nacer de la sensibilidad humana, presente en todas las formas y niveles de la cultura y la educación.

La cabeza en el cielo y los pies aferrados a la tierra – Comentario a la parashá de Vayetzé

Iaakóv huye de la casa de sus padres por temor a la venganza de su hermano Esáv y camina hacia el límite de Cnáan. Al llegar la noche decide pernoctar y continuar su camino por la mañana; apoya su cabeza sobre una piedra, duerme…y sueña.

Este sueño de Iaakóv es uno de los capítulos de mayor vastedad y profundidad simbólica de toda la Torá.

El ingenio y la capacidad de numerosos rabinos ha sido “juzgado” a partir de la cantidad y originalidad de las interpretaciones que realizan acerca de este momento onírico de iluminación. De igual modo, este sueño con sus diversas exégesis configura uno de los pilares de toda la Cabalá, la doctrina iniciática que estudia y practica los misterios de la Torá. ” Y se fue Iaakóv de Beer-Sheva hacia Jarán, e hizo noche en el camino, porque ya se había puesto el sol (…); y soñó con una escalera cuya base estaba en la tierra y cuya cima llegaba a los cielos, y ángeles de Dios subiendo y descendiendo por ella, y he aquí que el Eterno estaba sobre ella (…)”.

Un sueño, y sobre todo un sueño que se recuerda claramente, es un símbolo que clama por ser interpretado. Frecuentemente nos dedicamos en exceso a interpretar los actos y las palabras, los lenguajes exteriores del hombre, y perdemos la sensibilidad imprescindible para poder interpretar los sueños.

El sueño de Iaakóv consta de dos elementos centrales: la escalera, y los ángeles que suben y bajan por ella. La escalera está apoyada sobre la tierra, y en su punto más alto se apoya el Creador. Esta escalera es la conexión y la búsqueda incesante de equilibrio entre lo celestial y lo terreno, el arquetipo y la cosa, lo espiritual y lo material.

La escalera de Iaakóv apoya uno de sus extremos en la tierra y el otro en el cielo. Tal es el fundamento del equilibrio perfecto: una armonía apoyada con igual fuerza en el Mundo Superior cuanto en los inferiores. Para lograr el equilibrio, con los pies bien aferrados en la tierra, se trata de que la cabeza tenga libertad para soñar.

El segundo elemento protagónico del sueño de Iaakóv son los ángeles, el elemento dinámico de la escalera que conecta lo superior con lo inferior. Para llegar al cielo, para lograr la mejor síntesis humana del arquetipo divino, se debe ser dinámico y activo.

Dios está sobre la escalera, sosteniendo su punto superior, y el hombre se encuentra al final de ella: ambos son socios en la empresa de arribar al objetivo planteado.

La escalera de Iaakóv nos enseña que la vida debe ser concebida más vertical que horizontalmente. La vida no es un horizonte plano y llano, sino una inmensa montaña con obstáculos, desafíos y disyuntivas que el hombre tiene por cometido enfrentar y superar.

¿Qué herencia deben dejar los padres a sus hijos? – Comentario a la parashá de Vaiejí

Esta parashá nos enseña a fundir pasado y presente, en una unidad cuya fuerza es el compromiso de una vida proyectada a la eternidad. “Vaiejí” significa, literalmente,”y vivirá”, pero es utilizado por la Torá para significar los años que Iaakóv ya vivió sobre la Tierra. Lo que Iaakóv hizo durante su pasaje por la vida física, es lo que legará a sus descendientes al partir, es lo que vivirá de él cuando él ya no esté más en éste mundo.

Iaakóv fué durante toda su vida una persona solitaria y sufrida. Todos los obstáculos, dilemas y conflictos que se le pusieron por delante, debió enfrentarlos en rigurosa soledad. Ahora, en los momentos cúlmines, intenta transmitir su experiencia a las generaciones que le sucederán, para evitar que su propio sufrimiento sea repetido en la experiencia de ellos. Al despedirse de sus hijos, Iaakóv no hace referencia al pasado, sino que predice y aconseja personalmente a cada uno acerca de lo que vendrá. Es aquí donde Iaakóv hace patente la herencia que legará a sus descendientes; una herencia espiritual que es, en realidad, su vía para no desprenderse totalmente del mundo, para asegurarse una continuidad, una influencia perdurable en la existencia temporal.

La muerte física, el cese de las funciones del cuerpo, es inevitable y aguarda al final del camino a cada uno de los hombres. Pero la más definitiva de las muertes es la cesación de la influencia personal sobre el mundo, la inoperancia del recuerdo; finalmente, el olvido.

Con frecuencia, ambas muertes ocurren más o menos al mismo tiempo. No así en Iaakóv que, justo en el momento previo a su muerte física, construye, en el legado a sus hijos, el pilar en que se apoyará su vida espiritual hasta nuestros días.

“Y llamó Iaakóv a sus hijos y les dijo: Reúnanse y les anunciaré lo que sucederá en los días venideros. Reúnanse y escuchen, hijos de Iaakóv. Escuchen a Israel vuestro padre”. Así convoca Iaakóv a todos y cada uno de sus hijos junto a su lecho, y concede a cada uno de ellos una bendición especial. Estas bendiciones reúnen su profecía acerca del futuro que espera a cada tribu, así como los atributos y la idiosincracia específica de cada una de ellas.

Iaakóv cumple con el máximo requisito para la perdurabilidad de su influencia, en tanto padre como en tanto líder de una comunidad. Tiene la visión necesaria para transmitir un mensaje colectivo, previendo y programando las situaciones que vivirá en conjunto la comunidad. Mas no olvida transmitir un mensaje específico y particular a cada uno de sus hijos, en el que proyectará su profundo conocimiento de la singularidad y las necesidades específicas de cada uno.

La responsabilidad de los padres hacia sus hijos – Parashat Ki Tetzé

Rabino Eliahu Birnbaum

Esta parashá es, seguramente una de las más extrañas de la Torá. Su tema central es la desviación moral de un hijo de buena familia, un niño que no tuvo presumiblemente una infancia difícil, que no sufrió grandes crisis familiares, y que tampoco adoleció de carencias importantes en su educación.

“Si alguien tiene un hijo desobediente y rebelde, que no hace caso de lo que dicen sus padres, y que ni siquiera cuando lo castigan les obedece, sus padres deberán llevarlo ante el Tribunal de los Ancianos de la ciudad…” y, de ser comprobadas todas sus transgresiones, habrá de ser apedreado -según establece la Ley- hasta morir.

Si la Torá estipulara ésto como sentencia inapelable, no habría posibilidad de opción o elección. La Torá, en cambio, establece por sí misma la potestad de los sabios de Israel de interpretarla, de acotar sus propias facultades para aplicar la Ley, y de traducirla a cada circunstancia.

La Torá no especifica qué es “que no escucha a sus padres”; en qué punto rompe el hijo las barreras que no debe transgredir.Ý¿Acaso se habla de quien pega a sus padres, roba, come y bebe desmesuradamente? ¿Se emborracha, se droga? ¿Se refiere a quien se encuentra totalmente fuera de control? Obviamente, no se trata de alguien que tiene meramente un problema de conducta.

Nuestros sabios entienden que este caso que expone la Torá, en que el hijo ha de ser sentenciado por el Tribunal a muerte por lapidación, tiene por único objetivo el ser analizado y utilizado como ejemplo; y nunca el ser aplicado en la realidad. Los sabios parten de estipular que, aún posible, es tan remota la posibilidad de que el hijo de que se habla sea el único responsable de su situación moral y personal, que no está en manos humanas dilucidarlo.

La situación de una persona en un momento dado, tiene sus raíces en una multiplicidad inabarcable de factores, sus propias opciones, la interacción con la sociedad y el contexto familiar en que se desarrolló y creció, entre tantas otras determinantes. ¿A qué excepción a este principio se refiere la Torá, cuando habla del hijo rebelde, condenable a muerte por un Tribunal?

Dada la responsabilidad que implica para un Tribunal la condena a muerte, los sabios del Talmud elaboraron una lista de circunstancias ante las cuales un Tribunal retrocede y se declara humanamente incapaz de sentenciar. No se puede, de acuerdo a nuestros sabios, considerar completamente culpable a un “hijo desobediente y rebelde”, si no es criado por su padre y su madre juntos (en caso de divorcio o fallecimiento de uno de ellos), o si uno u ambos son inválidos o “ciegos” o “sordos”, o no han transmitido un mensaje coherente en su educación.

Si uno de sus padres falleció, o si están divorciados y el hijo vive con uno sólo de ellos, es difícil que el hijo reciba una educación armónica y completa. Si uno o ambos padres son minusválidos, no podrán ejercer físicamente de modo efectivo su autoridad. Padres “ciegos” o “sordos” son aquéllos que no escuchan las inquietudes de sus hijos, no ven sus necesidades de amor y cariño, no se percatan de cuándo deben intervenir y, por tanto, no satisfacen sus necesidades. Un gran riesgo en la educación de los hijos es el de la “ceguera” o “sordera” ante las manifestaciones que los padres deben percibir.

Finalmente, sólo si los padres despliegan ante sus hijos un mensaje coherente y convergente, sólo si existe una armonía plena en la vida física y espiritual de la familia, una integralidad de índole utópica, se puede culpar al hijo. De no ser así, éste no puede ser enteramente responsabilizado por su condición.

A partir de estos puntos, los sabios concluyen que el caso trágicamente extremo del hijo rebelde condenable a muerte tal como está previsto en la Torá, es inaplicable en la realidad; desde que en cada uno de nosotros existe algo de ceguera, de falta de atención hacia las manifestaciones de nuestros hijos y hacia la realidad que los rodea. La armonía completa es imposible: inevitablemente habrá factores externos que influirán sobre la educación y el desarrollo del niño.

El pacto de cada uno de nosotros – Parashat Nitzavim

Rabino Eliahu Birnbaum

Toda cultura concibe distintas formas de relacionamiento y compromiso entre personas e instituciones. Nos vinculamos entre las personas y con las instituciones, por escrito u oralmente, ya sea a través de la emoción, del intelecto, o de la ley.

En esta parashá, la Torá pone ante nosotros una formulación distinta de compromiso: el Pacto.

“Todos vosotros estáis hoy presentes ante el Eterno, vuestro Dios: vuestros jefes, vuestros ancianos y vuestros oficiales de justicia, con todos los hombres de Israel; vuestros pequeños, vuestras mujeres y los extranjeros que moran en vuestro campamento, desde el talador de árboles hasta el aguatero; para ingresar en el Pacto con el Eterno tu Dios y en el juramento en que se compromete el Eterno contigo hoy. Con ello te consagra hoy como pueblo Suyo, siendo El tu Dios, como lo había jurado a tí, a tus padres y a Abrahám, Itzják y Iaakóv. Pero no solamente con vosotros celebro este Pacto, sino también con los que no están presentes hoy aquí”.

El Pacto que formula la Torá estipula la necesidad de dos partes, claramente diferenciadas y obligatoriamente presentes, aceptando el pacto de modo explícito. De un lado está Dios; del otro, el pueblo de Israel, compuesto de personas a las que, en el momento del Pacto, se refiere Dios en singular, cual si de un único individuo se tratara.

El pacto se realiza siempre entre dos partes, que mantienen su independencia pero que no obligatoriamente son recíprocamente iguales o equivalentes. El concepto de pacto es aplicable a Dios con el hombre, a un hombre con una mujer, a dos hombres o instituciones de costumbres o ideologías diferentes: dos hombres o entidades “iguales” no necesitan de un pacto. Es ocioso pactar con uno mismo.

A diferencia de contratos, convenios, normas y leyes -todos éstos formulaciones humanas de relación a término- , el Pacto está fundamentado en el concepto de fidelidad por encima de los beneficios. Un pacto necesita y establece un objetivo y un compromiso común, hacia el que los aliados se dirigen, y al que supeditan los elementos que los hacen diferentes entre sí.

El mundo en que vivimos ha contribuido a debilitar en el pueblo judío, el concepto y la consecutividad del pacto. Las relaciones interpersonales e interinstitucionales se basan en normas y contratos, que varían de acuerdo a cada coyuntura.

De hecho, gran parte de la crisis del judaísmo en el mundo postmoderno es la prescindencia, la ausencia del pacto en la vida cotidiana de los judíos, el debilitamiento de su conexión con el judaísmo, con el pueblo judío, con la memoria colectiva, con la diáspora y con el Estado de Israel.

Probablemente, de igual modo, gran parte de la solución posible a la crisis general que enfrentamos, radica en la renovación individual, de cada uno, del pacto heredado; como medio para lograr nuevamente una identidad colectiva fuerte y sana, que torne vigente a nivel de todos nosotros el pacto que, subyacentemente en cada momento de nuestras vidas, nos ha protegido y nos protege, cuanto nos ha comprometido y compromete.